Vayamos de la teoría a la práctica, en especial después de que la semana pasada Junts pactara con el PSOE el traspaso a la Generalitat de Catalunya de las competencias de inmigración con la futura aprobación de una nueva ley orgánica. Si en la columna anterior afirmé que solo con la independencia se conseguiría tener un control total de los flujos migratorios, ahora les digo que según cuál sea el redactado de la ley, quizás este control llegará incluso antes. Puedo imaginarme la cara de algún lector reconcentrado y escaldado que dude de la buena voluntad del PSOE. Le daría la razón si lo tuviera delante, porque Pedro Sánchez y su escudero, Félix Bolaños, son dos estafadores de guante blanco. Lo que me ha sorprendido es que Esquerra, que en realidad es el partido que deberá gestionar la competencia mientras dirija el Govern, parece como si le diera miedo tener que decidir sobre esta cuestión. Reclamar la capacidad de gestionar la tasa de inmigración en Catalunya, que hoy es la más alta de toda la Península, del 16,2 %, no convierte a nadie en xenófobo. En todo caso, te empodera y te ofrece más soberanía.
Puesto que el PSOE es un partido tramposo y el PP actúa según la lógica de la extrema derecha, habrá que esperar a leer la letra pequeña para determinar cómo se concreta la gestión de uno de los fenómenos sociales más trascendentales de los últimos años. Acordar la gestión de la inmigración no debería conllevar renunciar jamás a la agenda independentista, pues el estado español es irreformable. Que el PSOE recurra ahora al artículo 150.2 para traspasar competencias de inmigración cuando ha sido una vía constitucionalmente abierta siempre, sin necesidad de reformar ni la Constitución ni el Estatut, es fruto del oportunismo de Pedro Sánchez. El problema de fondo es que los partidos españoles se han resistido a utilizar esta vía regularmente por centralismo puro y duro. ¿Quién no recuerda las intervenciones de Marta Rovira, Jordi Turull y Joan Herrera en el Congreso de Diputados de abril de 2014 para defender la proposición de ley orgánica para delegar a la Generalitat, al amparo precisamente de este artículo de la Constitución, la competencia para convocar el referéndum sobre el futuro político de Catalunya? El debate acabó en nada. Por lo tanto, a pesar del triunfo de Junts, el margen para la euforia es pequeño.
Dicho esto, si en la columna anterior les ofrecí una reflexión sobre cómo entendía yo que había que plantearse la relación entre la inmigración y la catalanidad, hoy les propongo reflexionar sobre medidas concretas para que la llegada de inmigrantes no comporte la total segregación entre los naturales de aquí y los recién llegados. Las sociedades étnicamente divididas son, desgraciadamente, el escenario de un conflicto permanente. Controlar los flujos migratorios tiene que ayudar a afianzar la cohesión nacional, incluso más de lo conseguido hasta hoy. Antes de ponerme a ello, déjenme que les amplíe algo más dos observaciones que hice en el artículo del pasado lunes sobre la supuesta decadencia de Catalunya a consecuencia de la combinación diabólica entre la baja natalidad de los catalanes y la llegada de extranjeros. Me ayudaré de unos cuantos datos para ampliar el 16% mencionado más arriba y mirar de explicarme evitando caer en el pesimismo ante la evidencia de que el 60% de los catalanes mayores de dieciocho años no tienen ningún abuelo nacido en Catalunya.
No se trata de borrar la identidad primigenia de nadie, sino de tener los instrumentos políticos y culturales para incorporar a la catalanidad a los recién llegados y que sus descendentes la tengan asumida con toda naturalidad
En 2023, Catalunya ganó 140.000 habitantes y se convirtió en la comunidad autónoma que más creció por la inmigración. El 40% de los catalanes de 25 a 40 años, una franja de edad propicia a la fecundidad, actualmente son nacidos en el extranjero. Así pues, en estos momentos viven en Catalunya 1,3 millones de extranjeros, mientras que la cifra de los nacidos en cualquier territorio del Estado y de los residentes con la nacionalidad española solo repuntó en 13.831 personas, lo que representa nueve veces menos que los extranjeros. En Barcelona, que el año pasado tenía 1,7 millones de empadronados, los extranjeros ya conforman más de una cuarta parte de la población, concentrados, especialmente, en dos barrios: el Gòtic (66 %) y el Raval (51%). L’Hospitalet de Llobregat es la otra población catalana que más creció en población extranjera (9.366 residentes). Así están las cosas, aunque no se puede menospreciar que el número de inmigrantes irregulares llegados a España en 2023 creció hasta un 82%, en comparación con el año anterior. Eso supuso la llegada de 56.852 personas, 39.910 de las cuales desembarcaron en las Canarias. En resumen, que el salto demográfico catalán es evidente. Asumir la gestión integral de la inmigración ahorraría a la Generalitat, por ejemplo, tener que pedir al gobierno español un fondo de ayuda, que podría ascender a unos 100 millones de euros, para la acogida de jóvenes migrantes, llegados ilegalmente, que en Catalunya rondan los diez mil. Dejemos ahora a un lado la cuestión de si es asumible o no un número tan elevado de jóvenes irregulares.
Un buen lector me hizo notar que al mencionar yo la tesis de Anna Cabré sobre que el crecimiento demográfico de Catalunya era resultado, al 50 %, de los nacidos aquí y de la inmigración, no había dicho que los nacidos en el país podían ser perfectísimamente hijos de inmigrados que no hubieran adoptado la catalanidad. Visto así, el temor a la “desnaturalización” ganaría puntos. Supongo que se dieron cuenta de que en la columna anterior utilicé ahincadamente el verbo adaptarse para referirme a la acomodación de los recién llegados a la realidad catalana. Insistí tanto en ello, hasta el punto de remarcarlo en cursiva, porque me parece que esta es una variación respecto a las tesis sostenidas por el catalanismo desde los años treinta del siglo XX. Para mí, no se trata de borrar la identidad primigenia de nadie, sino de tener los instrumentos políticos y culturales para incorporar a la catalanidad a los recién llegados y que sus descendentes la tengan asumida con toda naturalidad, sin prejuzgar si también se identifican con la identidad de sus padres o de los abuelos. No se puede silenciar a nadie, que es lo que reprochaba la diputada de la CUP Basha Changue a los demás partidos independentistas para criticar las políticas de integración de otros tiempos, sino defender lo mismo que ella declaraba en una entrevista en el dBalears en 2022: que los hijos de la inmigración como ella deberían “defender con uñas y dientes la inmersión lingüística en catalán”. Son palabras suyas que comparto plenamente. Esta debería ser la actitud general, independientemente de que algunos ciudadanos de Catalunya, como la diputada cupera, preserven la herencia cultural que deseen. En mi opinión, y a pesar de las críticas de Basha Changue, este ha sido el comportamiento del catalanismo de toda la vida. Otra cosa son los pesimistas que desde el 1934 van proclamando que Catalunya se muere. Si una agonía es tan prolongada, noventa años, es que el diagnóstico es malo.
Debemos superar este debate, que alimentan miedos infundados y que los españolistas aprovechan para minorizar la catalanidad. Lo importante es cómo enfocamos tres componentes que, desde mi perspectiva, incumben a la gestión de la inmigración y cómo poder entroncarla con la catalanidad: tener capacidad normativa, disponer de recursos y elaborar políticas públicas progresistas e inclusivas. No es poco, pues solo desde la combinación de los tres ámbitos se puede atacar la cuestión correctamente, ya que los tres corresponden, respectivamente, a la soberanía de quien tenga la competencia, a la financiación, o sea, a los impuestos o a la trasferencia de recursos, y, por último, a los derechos humanos, incluyendo los sociales y culturales. Si Catalunya fuera un estado independiente, el debate sería interno, entre las diversas maneras de atajar la cuestión. Pero puesto que no es así, el primer punto, el de la capacidad normativa, que tiene un sentido político, es esencial para sustraerlo del callejón sin salida, que es abordar la inmigración solo desde las políticas de seguridad. Detallémoslo un poco más.
La secretaria y portavoz de interior del PP, la gallega Ana Vázquez Blanco, publicó un hilo de tuits en X sobre el acuerdo entre PSOE y Junts. Ella, como la mayoría de los opinadores de derechas y de izquierdas españoles, sí que han visto la trascendencia política de lo que se ha pactado, porque “es como admitir que Cataluña gestiona su integridad territorial al margen del resto de España”. El debate es este, sí, señora. La demagogia es afirmar que Junts persigue la independencia porque no quiere inmigrantes, un discurso que Esquerra incomprensiblemente le ha comprado al PP. El sectarismo es un mal consejero, que ciega incluso a personas inteligentes. La secretaria del partido conservador sabe que la gestión de la inmigración incluye ceder el control de las fronteras y las competencias de extranjería a los cuerpos policiales autonómicos, cosa que solo están en condiciones de asumir dos autonomías, Catalunya y el País Vasco. Es por eso por lo que por primera vez los vascos van por detrás de los catalanes al reclamar una competencia trascendental como esta. La reacción del lehendakari Urkullu al pacto Junts-PSOE ha sido pedir para el País Vasco lo mismo que Catalunya. Es evidente, que con una ley que permita poder fijar cuotas y regule el flujo migratorio se superan y mucho las competencias actuales establecidas por el Estatut en materia de acogida, formación e igualdad de trato de las personas inmigradas. Además de disponer de la competencia, habrá que reclamar los recursos que hasta ahora usa el Estado, porque si no será caer en la misma trampa de los años del pujolismo.
Tener la capacidad de diseñar las políticas de inmigración, también abre la puerta a tomar decisiones sobre las formas de adaptación de los recién llegados, facilita la difusión de la catalanidad entre las personas migrantes, a pesar de que ahora también podría ser así si las administraciones y algunas ONG no estuvieran tan recalcitrantemente españolizadas. Dar sentido de comunidad es algo que pude promocionarse tanto desde la administración, facilitando el arraigo y el bienestar de las personas, como desde la sociedad civil. De tanto insistir en alabar la sociedad civil politizada, hemos dejado a un lado la sociedad civil normal, las asociaciones de vecinos, de comerciantes o los ateneos y centros cívicos que fueron importantísimos bajo la dictadura, pues facilitaron la adaptación —o asunción— a la catalanidad de los inmigrantes de los años cincuenta y sesenta del siglo XX. Ahora la cosa se ha complicado algo más, porque la diversidad religiosa a menudo se confunde con el fomento de la discriminación al permitir algunas prácticas, que afectan sobre todo a las mujeres y niñas musulmanas, que no son derechos, sino que son prácticas contrarias a los derechos humanos. En esta misma línea, poder decidir sobre los casos de multirreincidencia delincuencial forma parte, también, del bienestar. Proporcionar seguridad a las personas es esencial para la convivencia y la cohesión social en un país que queremos compartir con todo el mundo. Este es mi deseo, cuando menos.