Definitivamente, ser indepe ha dejado de molar. Pero hubo un tiempo en que era cool. Enarbolaba un mensaje fresco, rompedor, esperanzador, en positivo, alegre y combativo, interpelaba a todo el mundo, quería seducir al conjunto de la sociedad.
No estaba secuestrado por ninguna sigla, ni por ningún cabecilla, ni emocionalmente. Las entidades representaban, en buena medida, la pluralidad de un movimiento emancipador. Nada de correas de transmisión de intereses personales o partidistas. No es que no hubiera quien quisiera llevar el agua a su molino. Pero se compensaba o contrarrestaba con otra sensibilidad de signo inverso. En todas partes había de todo y en cantidad. Era una comunión de sensibilidades que sumaban en lo esencial.
La eclosión del independentismo en la sociedad catalana fue como si de repente se hubieran abierto las ventanas y un soplo de aire fresco hubiera penetrado muy adentro y reavivado millones de hogares. El independentismo y la estelada se pusieron de moda. Incluso participar en el Onze de Setembre atraía a personas muy poco politizadas o de ámbitos sociales en las antípodas de la convocatoria.
Y era así porque el independentismo se había cargado de razones. Progresivamente. Desde las catacumbas extraparlamentarias a la modestia institucional inicial, cuando era claramente minoritario. Pero con toda la ambición, abriéndose paso, extendiéndose como una mancha de aceite, empapando más y más sectores sociales. Con una constancia admirable. Años y años de predicar en el desierto y de picar piedra. No es que en 2012 un Saulo de Vilassar hubiera caído repentinamente del caballo. Más bien se sumó a una oleada —en su cresta— que poco a poco se convirtió en un tsunami, de país.
Cada vez con más envergadura, con una creciente simpatía, con más gente a pie de calle. La respuesta al Estatut Mas-Zapatero en 2006, la génesis. Rodalies en 2007, ya masivamente. Las infraestructuras, un aeropuerto y un puerto de Barcelona abierto al mundo. La denuncia del espolio fiscal. Decidir. Como el Estado daba la espalda a todo eso, el independentismo ganaba enteros. Había miles de esteladas llenas de contenido social, asociadas a progreso, a modernidad —ante un Estado destartalado—, a bienestar económico y social. Y parecía de verdad que era para hacer un país mejor, que entusiasmó a una multitud.
Las Diadas eran un gentío transversal, en positivo, festivo, acogedor. Se quería a todo el mundo en ellas, cuántos más mejor. Parecía que nos decían cuántos más seremos, mejor lo pasaremos, entre todos lo haremos todo. También había cierto esnobismo. Comprensible. En el Onze de Setembre se dejaban ver famosos que nunca se han significado por casi nada. O díscolos de familias aristocráticas de la Diagonal. Se asomaban fugazmente jugadores del Barça. Síntoma de lo seductor que era. Era guay sentirse partícipe de un movimiento que exigía decidir y ofrecía un futuro mejor.
Qué lejos quedan esos años, y cómo se ha malgastado ese capital político
También en su día irrumpió el 15M y tuvo sus jornadas de gloria. Bastante más efímeras —cierto es— que las del independentismo, que tenía (y tiene) un componente que se ha demostrado infinitamente más poderoso y temible que la respetable arenga de cambio y transformación del 15M, que cristalizó en espacio político. Tipos como el ínclito sindicalista Pepe Álvarez habían predicado —agua de mayo— el derecho a decidir en el Baix Llobregat. O la oportunista Lorena Roldán se había dejado ver por la Diada, antes de ser captada por Ciudadanos. El independentismo y el derecho a decidir ganaban terreno. Eran magnéticos y atractivos. Seducían.
Si en una mani oías hablar en castellano cerca de ti, sonreías de felicidad, de satisfacción. Si veías a una familia de piel oscura, mejor. Era la viva prueba de la transversalidad, de haber llegado a sectores sociales de todo signo y toda condición. Era el pueblo, con todos sus matices y toda su pluralidad, tozudamente alzado, ilusionado, abrazando el futuro.
¡Qué tiempos! Y qué lejos quedan esos años, esos días. Y cómo se ha malgastado ese capital político, cómo se ha contraído y purificado, empujado por profetas llenos de ansias de protagonismo. ¿Alguien se imagina ahora una Via Catalana de los Pirineos a la Albera? No habría personal ni para enlazar Barcelona con el Baix Llobregat, si es que el Baix Llobregat fuera la comarca escogida.
Las Diadas eran millonarias. No hacía falta mentir. La multitud que abarrotaba las calles era tanta que tenía poco sentido debatir si eran centenares de miles, un millón o dos los que se habían sumado. Era incontestable. Nunca se había visto nada parecido. Ni en Barcelona ni en ninguna ciudad europea. El millón redondeado de 1977 se hizo repetidamente realidad en el siglo XXI. Ninguna causa, por justa que fuera, había protagonizado esa alborada.
¡Qué contraste! De ese entusiasmo a esta decadencia que ha desdibujado todo lo que un día fue. ¿A quién tiene que seducirle un movimiento que tiene expresiones públicas tan atormentadas y crispadas? ¿A dónde quiere ir un movimiento cada vez más carcomido por corrientes nihilistas o esencialistas, que en vez de acariciar muerde a cualquiera que ose discrepar? Cómo han aflorado guardianes de las esencias —a menudo sobrevenidos o conversos— siempre prestos a denunciar una u otra herejía. De esa alborada a este ocaso hay un abismo. El que separa la Catalunya libre de la Catalunya pura.