Según el informe de descripción general global digital del año 2024, realizado por Data Report, pasamos, de media, 7 horas al día conectados a dispositivos digitales. El 47% reconoce sentir ansiedad cuando se separa de su “teléfono inteligente”. Señales que nos muestran que nos encontramos ante un problema: hemos llegado al punto de adicción, de sentir ansiedad cuando se nos apaga el teléfono y no podemos cargar su batería, o cuando nos lo hemos dejado en casa sin darnos cuenta. Nos hemos vuelto esclavos de estos cacharros que se supone venían a facilitarnos la vida (y en muchos casos lo hacen). Y lejos de usarlos “de manera inteligente”, en demasiadas ocasiones consumen nuestro tiempo, nos dirigen hacia contenidos que realmente no hemos elegido, y polarizan nuestra forma de pensar. Como suele pasar con todo lo que puede ser útil, si no sabemos usarlo de manera correcta, se vuelve en nuestra contra. Da igual que sea un cuchillo, que un coche, o un teléfono inteligente. 

No prestamos atención a la cantidad de información sobre nuestra intimidad que ponemos a disposición de las redes sociales. Y lo que es aún peor, no somos conscientes de que nos ponemos en peligro pudiendo no hacerlo. Parece mentira que se haya advertido tantas veces de lo peligroso que resulta compartir imágenes de los menores en redes sociales. Cuántas mamás pasan por alto la necesaria prudencia para exhibir a sus bebés, a sus hijos, haciendo cualquier cosa. Parecen no ser conscientes de la información y material que están facilitando a los diablos que hacen de las redes su lugar favorito. Por no hablar, claro está, de que tenemos ahora mismo a una generación ante nosotros que cuenta con más horas de vídeo y fotografías sobre su vida que nunca jamás. ¿Qué pensarán nuestros hijos dentro de unos años cuando miren a su pasado y vean sus imágenes compartidas, comentadas por desconocidos y a veces, cosas peores? 

El caso de los menores es sin duda el más grave. Y por eso es increíble la falta de información que parecen tener sus tutores legales cuando dejan en sus manos un dispositivo con el único fin de tenerles entretenidos. Antes veíamos a bebés chupando un cuscurro de pan en su carrito. Ahora observamos que al pan lo ha sustituido una pantalla que el bebé mira absorto, que le mantiene entretenido y abducido durante horas. De la misma manera que se usan las pantallas para embobar a los pequeños mientras comen, sin darnos cuenta de los efectos nocivos que sobre su propio organismo tiene. O cuando les dejamos ir al baño y que se sienten relajadamente mientras juegan con el móvil o la consola. Nuestro cuerpo no suele almacenar bien este tipo de pautas y termina por decirnos que algo va mal. Los críos quedan a jugar online, se comunican por chats internos de los videojuegos. Y los responsables que deberían estar atentos, parecen desconocer que muchos perfiles que parecen niños en realidad no lo son. Y aprovechan cualquier puerta abierta para colarse y entablar conversaciones con nuestros pequeños. Esto puede derivar en hechos graves y delictivos de los que, estoy segura, ninguno querríamos que nuestros hijos se vieran envueltos en ellos. Y suceden. Más a menudo de lo que nos imaginamos. 

Lo del control parental de los cacharros es una herramienta. Pero no hay nada como limitar el uso y mientras se utilice, estar pendientes y atentos. Sí, es un esfuerzo, y probablemente lo más sencillo sea evitar el uso por todos los medios y retomar el cuscurro de pan, el ajedrez, el balón, la goma de saltar, los juegos de mesa, una buena peli, y salir a la calle a pasear. Llenar los parques de nuevo para que los críos se comuniquen en persona en lugar de a través de un chat. Que se restrieguen por la tierra, que se columpien, que corran, trepen, griten, suden y se rompan las perneras del pantalón. Que sean niños y que aprendan a relacionarse con los niños de su barrio, con sus vecinos. 

Todo esto que digo puede parecerle exagerado. Pero si hay algún menor en su entorno seguro que le suena de lo que le hablo. Somos muchas familias, cada vez más, las que nos preocupamos seriamente por la llegada de las pantallas a las manos de nuestros hijos. Entendemos que son herramientas que se han de conocer, pero sobre todo, se han de saber utilizar para que resulten útiles y, sobre todo, para que no nos hagan daño. 

Una batalla que no resulta sencilla porque ahora, resulta, que tenemos que enfrentarnos a nuestros colegios. Tenemos que luchar porque los libros no sean sustituidos de las aulas y que a nuestros hijos se les mantenga lejos de las pantallas. A buena parte de centros escolares les está resultando atractiva la idea de que nuestros hijos acudan al aula con una tablet, que accedan a los libros de texto digitales a través de ella y que se dejen las pestañas para hacer los deberes con ellas. Dicen que nuestros hijos tienen que desarrollar capacidades tecnológicas, porque es la era en la que han nacido. Y sin embargo, no consigo que les enseñen mecanografía o programación. Que les enseñen a utilizar programas de diseño, por ejemplo, que se enfoque aquello que tienen que aprender para que la tecnología les muestre algo que de otra forma no tendrían. 

Nos hemos vuelto esclavos de estos cacharros que se supone venían a facilitarnos la vida. Lejos de usarlos “de manera inteligente”, en demasiadas ocasiones consumen nuestro tiempo

Sin embargo, lo que hace esta nueva tecnologización malentendida es descargar de trabajo a los docentes e idiotizar a nuestros hijos. Así de simple. Amén de suponer beneficios para las editoriales que ahora ya no tienen que imprimir los libros de texto y cobran por uno digital una licencia sin necesidad de hacer nada más que un diseño. Nada. De eso, nada. He comprobado que la tecnologización está consistiendo en que les hagan copiar un esquema de la pantalla. Así de absurdo. Puestos a ser tecnológicos, démosle al botón de “imprimir”, ¿o no? Una pérdida de tiempo pasmosa que no ayuda en nada a la concentración, pues las pantallas se encienden, se apagan, se amplían, se disminuyen, y lanzan hacia los ojos de nuestros hijos una luz nada saludable. ¿Qué necesidad teníamos de esto? Ninguna. Salvo los que se forran a costa nuestra, claro. 

Un libro permanece para siempre. Te ayuda a recordar dónde estaba aquello que leíste, te permite organizar los conceptos en el espacio visual y empuja así a estudiar y a comprender el desarrollo de las ideas y conceptos. Una pantalla, no. 

Los de Europa de norte, que suelen ir por delante de nosotros, ya han desmontado el tinglado y se han dado cuenta de que los alumnos se han visto muy perjudicados por las pantallitas en clase. Ahora retoman los libros y quieren introducir un año lectivo más para recuperar el retraso generado. Los estudiantes tienen serios problemas para concentrarse, no están habituados a leer, no saben usar un libro para consultar

Esforzarnos por escribir a mano es esencial. Y hacer que nuestros hijos no pierdan la caligrafía es básico. Incide en sus conexiones neuronales, pero además, los mantiene conectados con la realidad. Porque las cartas de sus abuelos, los documentos históricos, están escritos a mano. Y perder la capacidad de leer la letra de los demás es un riesgo que no nos podemos permitir. Como el placer de recibir una carta escrita a mano y guardarla para ser releída muchas veces. Eso no lo hacemos con los emails, y además, en ellos, no está la esencia de quien nos escribe. Porque la caligrafía es una manera de presentarnos, señala rasgos sobre nosotros que son interesantes y a veces importantes. Retomar la escritura es algo que los adultos también deberíamos hacer. Créame, querido lector, es realmente serio esto que le digo. Escriba, haga un diario, envíe cartas a sus seres queridos. O entréguelas en mano. Pero escriba. A mano. 

En Reino Unido acaban de prohibir que los menores de 16 años puedan usar filtros en las imágenes que compartan. Se han dado cuenta de la enorme cantidad de muchachos y muchachas que no aceptan su cuerpo, su rostro, y que tienen problemas severos psicológicos por el veneno que les inyectan las pantallas. Algo que ya se comentó también con la enorme crecida en los últimos años de los casos de adolescentes que decían querer cambiar de sexo, cosa que se analizó y se señaló al uso de las redes sociales de manera descontrolada. 

Es necesario saber pilotar las nuevas tecnologías, saber a dónde queremos ir y ser conscientes de que es muy probable que no imaginemos hasta dónde nos pueden llevar

Las tecnologías pueden ayudarnos a elaborar material de estudio y análisis. Nos conectan con infinita cantidad de personas. Llegamos a los lugares a los que, de otra manera, nos sería más difícil o incluso imposible llegar. Pero para ello es necesario saber pilotarlas, saber a dónde queremos ir y ser conscientes de que es muy probable que no imaginemos hasta dónde nos pueden llevar. Por eso es mejor tener una actitud vigilante y ciertamente distante. 

Confiamos demasiado en la tecnología. Demasiado. Según Conumer Reports, más del 87% de los electrodomésticos principales vendidos durante 2023, incluían “funciones inteligentes”. Dicho de otro modo, es muy complicado comprar un electrodoméstico básico que haga las funciones que queremos que haga y que carezca de mil chorradas que pueden hacer que se rompa antes. Y sobre todo, que cuando se rompan, no seamos capaces de arreglarlas como hacían nuestros padres, o ese vecino que era un manitas. Confiamos. En los sistemas de alerta automáticos. En los emails que se envían y reenvían, que contienen información importante. Y que nadie lee. Porque recibimos miles. Y como en el cuento de Pedro y el lobo, el día que salta una alerta, una señal de aviso urgente, hace falta que existan personas para interpretarlo y actuar. 

Analizando los datos sobre la gota fría en Valencia, Andalucía y Castilla-La Mancha del pasado 29 de octubre, reflexiono sobre el impacto que estas nuevas tecnologías están teniendo en nosotros. La cantidad de muertos y de daños producidos y el discurso de los responsables para haberlo evitado. “Se enviaron cientos de emails, de alertas, de avisos automáticos a tiempo real”. Eso dicen en el Congreso. Y nos muestran un historial de horas, de minutos, en los que la AEMET decía lo que llovía, la Cuenca Hidrográfica decía cómo iba el caudal, se enviaban avisos de peligro por desborde y rotura de una presa, se mandaban mensajes. Y se producían apagones en reuniones telemáticas de máxima urgencia. Todo tecnología, oiga. Pero resulta que entre tanta inteligencia artificial, llegó un tsunami y pilló a la gente en medio de la calle. Sonó una alerta en sus teléfonos inteligentes cuando algunos ya estaban ahogándose. 

Una alerta que yo escuché días después estando en Tarragona, en medio de una entrevista a Claudio Lauria, el presidente del Suncine. Nos dio un susto enorme y pudimos comprobar como casi todos los presentes en la sala, así como la gente que veíamos desde una enorme cristalera, recibió el mensaje al mismo tiempo. Y el miedo se instaló entre todos. El aviso señalaba al temporal que llegaría por la noche. Aunque ya habíamos tenido que chapotear a medio día. Aunque ya habíamos visto por la ventana una impresionante tormenta sobre el mar. Señales que a los viejos que caminaban por el paseo marítimo de Calafell ya les había bastado para comentar que “pintaba mal la cosa”. Sentían el viento, observaban los colores del cielo, respiraban y encontraban en el aire señales de peligro. No tenían teléfono inteligente. Pero sabían perfectamente lo que se venía.  Como los agricultores de Valencia, que días antes de la gota fría, ya estaban preocupados, siendo muy conscientes de que, en cuanto llegase una enorme tormenta, habría problemas. Y los habría porque no se habían limpiado los cauces, porque no se habían desarrollado las obras necesarias durante muchos años. Y que las infraestructuras no estaban bien hechas. Por no hablar de las casas construidas durante las últimas décadas en zonas inundables. Los viejos lo saben y los que trabajan en el campo, también. 

Los que parecen no saberlo son los que viven con la pantalla todo el día frente al morro. Esos parecen estar pendientes de otras cosas. Pero no de lo importante. Confían en llenar de placas nuestros campos. Porque eso es lo ecológico, lo moderno, lo tecnológico. En lugar de cuidar de nuestras tierras, de nuestra ganadería, del ciclo del agua en convivencia con los humanos. Eso es de negacionistas, dicen. Como advertir de que las placas solares destrozan las tierras, son altamente contaminantes y no se están instalando con sentido. Eso es negacionista. 

Menos mal que la Naturaleza es sabia, por mucho que la boicoteemos. Y es inteligente. Ella sí.