Gabriel Rufián es el concentrado del resentimiento republicano contra los convergentes. Es un resentimiento histórico, pero por alguna razón que cuesta dejar fuera de los juicios de intenciones, parece que Rufián todavía piensa que avivarlo es la mejor herramienta para ganarse los votos que unos y otros se discuten. Sentirse en posición de inferioridad por el trato que el PSOE da a Junts no favorece el ánimo para que los republicanos en Madrid abandonen el estado de queja y rabieta infantil. Afirmar que hay un "fantasma" que recorre el Congreso de los Diputados y que es un bloque de derechas formado por PP, Vox y Junts, tampoco. De hecho, nada gustaría más a Gabriel Rufián que poder asimilar por fin a todas las derechas sin eje nacional y tener que apuntar solo en una dirección.
En ERC necesitan sacarse de encima la sombra de las negociaciones fallidas y ennegrecer el brillo de lo que afirma haber ganado Junts —y que todavía no sabemos exactamente qué es, vistos los éxitos de la amnistía—. Necesitan hacerlo para reivindicarse, pero también para ganar espacio ideológico en la izquierda. Las renuncias de la clase política han servido para ablandar el eje nacional y, con el eje nacional ablandado, parece que a los republicanos en Madrid les da igual sumarse al hilo español que siempre se ha muerto por identificar nacionalismo catalán con extrema derecha. El sentimiento de inferioridad de los republicanos, los años de disputa entre convergentes y republicanos, y los años de procés, en los que la más mínima de las disputas parecía una crisis severísima e irreconciliable, han convertido a los republicanos en unos acomplejados incapaces de pensarse fuera de la contraposición con los convergentes y fuera de la idea de que vale la pena contraponerse a ellos a cualquier precio. La diferencia entre Rufián y el resto, no obstante, es que parece que la bronca en ERC y la brecha entre Junqueras y Rovira tiene a todo el mundo ocupado lavando los trapos sucios en casa.
Terminado el procés y despojado de todo tipo de procesismos, Rufián ha quedado plantado en el Congreso como una especie de espantapájaros
El problema no es que Gabriel Rufián defienda su espacio ideológico y que para hacerlo se enfrente a Junts, el problema es que se enfrenta a Junts con las herramientas del españolismo: la deformación, la caricatura y los sambenitos clásicos que históricamente se ha tragado el catalanismo. Haciéndolo así, abonándose a las estrategias españolas, es imposible saber qué defiende el diputado republicano en Madrid. Su esquema para ganar espacio a los juntaires se acaba convirtiendo en un ataque para sus propios votantes, muchos de ellos —todavía— étnicamente catalanes y —todavía— nacionalistas. Y es un arma de doble filo, porque no hay nada que guste más a los convergentes que sentir que partido y país son la misma cosa: esto es lo que les permite sacudirse las críticas de encima, con el argumento de que toda crítica favorece al enemigo común y que, por lo tanto, no es justo hacerla.
El fichaje de Rufián trabajaba sobre la idea de que se podía ser independentista sin ser nacionalista y sin hablar catalán. Trabajaba, pues, sobre la idea de que la lengua no es la nación y que la nación no es la lengua, cuando en realidad no hay nada que explique mejor la idiosincrasia catalana que el vínculo entre la lengua con la que se escoge vivir y la adscripción nacional. Terminado el procés y despojado de todo tipo de procesismos, Rufián ha quedado plantado en el Congreso como una especie de espantapájaros. Solo lo que queda de la cúpula —o cúpulas— de ERC saben por qué está en ERC y por qué nadie discute su posición en Madrid. La línea entre ser muy insistente y el ridículo ha sido siempre demasiado fina, y ahora, con el movimiento independentista sin rumbo y la idea de independencia manoseada de cabo a rabo, cuesta mucho creer que Gabriel Rufián esté en la capital española defendiendo los intereses de alguien más que de sí mismo.