Cada semana, una o dos veces como mínimo, salta alguna noticia que demuestra lo que significa Catalunya para España. Ahora han sido las inversiones, mejor dicho, la falta de ellas, la mayor ausencia de retorno de impuestos más grave en una década. Diversos son los aspectos que llaman la atención. El primero es obvio. En efecto, llama la atención que con la misma ley de presupuestos se pueda invertir más de lo presupuestado en una región —nada de nacionalidades, que las palabras las carga el diablo, constitucional en este caso— que en otra. El déficit de inversión se puede comprender: a pesar de lo que manda la ley de presupuestos, se guarda el dinero en la caja y listo. Que se pueda invertir con un superávit escandaloso en otras regiones cuesta más de entender. Los estrictos formalismos presupuestarios y una administración en manos de unos constitucionalistas férreos donde la ley es religión y no hay más que la ley parecerían indicar que eso es imposible. Cuadrar los minus de unos con los pluses de los otros significa o hacer ilegalidades o hacer magia. La magia constitucionalista. O la ley es la del embudo.
Parecería que, al revés de las resoluciones judiciales inexcusablemente cumplibles bajo pena criminal, las leyes se pueden dejar de lado impunemente. Lo que dice el Parlament, aquí las Cortes Generalas, sería papel mojado. Los hechos nos dan una respuesta inequívoca. Otra cosa es que queramos hablar del sexo de los ángeles, que es un sexo, encima, desprovisto de interés, ni que fuera literario. La otra cuestión que llama la atención es que los gobiernos se enteren de los desfases de la ley presupuestaria/del presupuesto realmente ejecutado a través de la prensa, como si de simples ciudadanos se trataran. O sea que hasta que no hay datos oficiales, nadie ve, ni aquí ni allí, que faltan obras como las grandes y tradicionalmente olvidadas infraestructuras. En ciertos lugares claves de nuestra geografía donde tenía que producirse un atasco de máquinas removiendo terrenos, cimentando, transportando y claveteando la tierra, la única transformación, como mucho, son vertederos ilegales. O cómo continuamos en la cola de la investigación superior. Ni siquiera se licitan los proyectos. No hay que montar muchos observatorios de la ejecución de los presupuestos para constatar la incuria, esta sí, constitucional.
Un factor clave podría resolver esto: el poder público que invierte tendría que ser el que recauda. Sin embargo, ¡hélas!, aparte de la Hacienda central, solo el País Vasco y Navarra tienen esta posibilidad. Solo hay que pasear por sus calles para ver el resultado. Allí, que el Estado invierta lo programado o no, aparte de que se ajusta lo suficiente la realidad a la contabilidad oficial —¡pobre de él!—, es un lastre menor: tienen su propia caja.
Del españolismo catalán, el que vive y convive en el Principat, resulta incomprensible para las gentes corrientes que no clamen contra el castigo que ellos también reciben. No entiendo el masoquismo de estos españoles de bien al querer sufrir igual que los malos españoles con los que conviven.
No quiero volver al tema que no se quiere reconocer nunca por parte de los que perdieron la posibilidad de tener también la caja, como se les ofreció. La excusa: no era popular recaudar impuestos. Se ve que vascos y navarros deben ser de unos gustos más extravagantes, gustos de aproximarse lo más posible a un Estado: la hacienda propia digna de tal nombre.
La financiación llamada autonómica en España no pasa de ser una broma, porque no es más que la paguita semanal del padre a los hijos. Encima, el padre es, por así decirlo, un pagador despistado. ¿Todavía hay alguno que habla de Estado casi federal?
De todos modos salimos adelante más bien que mal, pero en cada coladita —ejercicio fiscal— una rasgadita —una partida real menos—. La prueba reside en los ojos de los que quieran verla, en la deserción de la burguesía catalana, que ni está ni se la espera, que ha perdido toda su fuerza en otras épocas motora. Aquí también la pantalla es otra, y más bien de baja definición.
Esta huida del Estado hacia Catalunya se presta a muchas explicaciones. Definida la nada, permite todas las licencias retóricas y todas las conjeturas, ninguna buena, claro está, porque el vacío es malo por difícil.
A mí, sin embargo, siempre me ha sorprendido la reacción del españolismo catalán. El españolismo de vecindad española puedo entenderlo: Catalunya no se merece nada y se le da lo que merece. Razonamiento impecable. Pero del españolismo catalán, el que vive y convive en el Principat, resulta incomprensible para las gentes corrientes que no clamen contra el castigo que ellos también reciben. Podrán estar muy orgullosos de sentirse soberanamente españoles y menospreciar e, incluso, tener subyugados, a los catalanes. Lo que no entiendo es el masoquismo de estos españoles de bien al querer sufrir igual que los malos españoles con los que conviven.
Ciertamente, estamos ante una estructura psicológica que no está al alcance del común de las personas: sufrir para hacer sufrir al vecino.