La reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal (LECrim) en 2015 marcó un punto de inflexión en la regulación de las medidas de investigación tecnológica en el Estado español. Bajo el pretexto de modernizar las herramientas de lucha contra el crimen, esta reforma abrió la puerta a un uso desproporcionado y opaco de la vigilancia digital por parte de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado. En un país donde la independencia judicial ha sido puesta en entredicho en repetidas ocasiones y donde el abuso de poder por parte de ciertos sectores del Estado ha sido más la norma que la excepción, la regulación de estas herramientas en favor de los cuerpos policiales sin contrapesos efectivos representa una amenaza directa a derechos fundamentales.
El Catalangate y el uso de sistemas como Egobox contra el independentismo catalán son solo la punta del iceberg de un problema estructural que lleva años en marcha. La posibilidad de que el Estado acceda a comunicaciones privadas, que realice escuchas ambientales y manipule evidencias sin mecanismos de control efectivos, convierte España en un terreno fértil para la persecución política bajo una apariencia de legalidad.
Desde la reforma de 2015, la Ley de Enjuiciamiento Criminal permite la interceptación de comunicaciones digitales, la instalación remota de software espía en dispositivos electrónicos, la grabación de conversaciones y la obtención de datos en tiempo real sin el conocimiento del investigado. Estas medidas, aunque justificadas bajo la necesidad de combatir el crimen organizado y el terrorismo, han sido utilizadas de forma selectiva contra adversarios políticos y movimientos sociales, demostrando que en España el derecho penal sigue siendo un arma de control más que un instrumento de justicia.
El caso del Catalangate, que destapó el espionaje sistemático contra líderes independentistas catalanes a través de software de vigilancia como Pegasus, dejó en evidencia cómo las herramientas de investigación tecnológica no están limitadas al ámbito de la criminalidad organizada, sino que han sido utilizadas con fines políticos. Más preocupante aún es el uso del Egobox, un sistema de interceptación de escuchas ambientales que permite activar remotamente micrófonos en dispositivos electrónicos para obtener grabaciones en tiempo real. La utilización de estos métodos contra el independentismo catalán en los últimos siete años demuestra que la reforma de 2015 no fue una modernización del sistema procesal, sino una carta blanca para el espionaje político sin control judicial real, efectivo y no aparente o meramente formal.
La reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal de 2015 ha sido utilizada para consolidar un modelo de vigilancia tecnológica sin control, en el que la policía tiene un poder desproporcionado y sin supervisión efectiva
El problema no es solo que estas tecnologías existan, sino quién las controla y cómo se emplean. En España, la excesiva confianza en la veracidad de las actuaciones policiales ha permitido que las fuerzas de seguridad tengan un protagonismo desmedido en la obtención y manipulación de pruebas digitales. Con un sistema judicial que, en muchos casos, otorga a los informes policiales un valor probatorio incuestionable, cualquier medida de investigación tecnológica sin contrapesos adecuados se convierte en una herramienta de persecución y abuso de poder.
Uno de los mayores riesgos de estas herramientas es la facilidad con la que las pruebas pueden ser alteradas sin que el investigado tenga los recursos para impugnar su validez. En un procedimiento penal, una grabación o una interceptación de comunicaciones obtenida mediante estas tecnologías puede ser la diferencia entre la absolución o la condena, pero el acceso a peritos independientes que puedan acreditar su manipulación es un lujo que solo algunos pueden permitirse. Esto genera una brecha de desigualdad entre investigados ricos y pobres, donde aquellos que no pueden costear un peritaje independiente quedan indefensos ante pruebas potencialmente manipuladas por los cuerpos policiales.
Este problema se agrava, como digo, con el uso indiscriminado de la presunción de veracidad otorgada a los miembros de las fuerzas de seguridad del Estado. En la práctica, esto significa que, salvo prueba de lo contrario, un informe policial sobre la obtención de una prueba digital se considera cierto, aunque existan indicios razonables de manipulación. Esta asimetría procesal no solo debilita el derecho a la defensa, sino que otorga a la policía un poder desproporcionado para fabricar pruebas sin el escrutinio adecuado.
Otro de los problemas estructurales derivados de la reforma de 2015 es la dependencia de España de empresas privadas extranjeras para la implementación de medidas de investigación tecnológica. Herramientas como Pegasus, Egobox y otras utilizadas en investigaciones de carácter digital no están bajo el control exclusivo del Estado, sino que dependen de proveedores externos con intereses propios. Esta situación no solo compromete la soberanía en materia de seguridad e inteligencia, sino que plantea serias dudas sobre la integridad de los procesos judiciales basados en pruebas obtenidas con tecnologías cuyo funcionamiento real sigue siendo opaco.
Un informe policial sobre la obtención de una prueba digital se considera cierto, aunque existan indicios razonables de manipulación. Esta asimetría procesal otorga a la policía un poder desproporcionado para fabricar pruebas sin el escrutinio adecuado
El uso de estos sistemas en la persecución del independentismo catalán es un claro ejemplo de cómo la dependencia de herramientas extranjeras puede ser utilizada para fines políticos, sin garantías de transparencia ni supervisión efectiva. Si el Estado español ha demostrado ser incapaz de garantizar la imparcialidad en investigaciones digitales dentro de sus propias fronteras, ¿qué garantías existen de que empresas privadas extranjeras no puedan manipular pruebas a conveniencia o quedarse con copia de toda esa información para usos perversos e ilegales?
La regulación de las medidas de investigación tecnológica no puede quedar en manos de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado sin una supervisión independiente real. La falta de contrapesos efectivos y el abuso sistemático de estas herramientas en casos de persecución política han demostrado que el problema no es la tecnología en sí, sino quién la utiliza y con qué objetivos. Para evitar que el derecho penal siga siendo utilizado como un instrumento de represión política, es imprescindible adoptar una serie de medidas urgentes:
- Revisión y limitación de las medidas de vigilancia digital: La legislación debe establecer límites claros y precisos sobre el uso de tecnologías de investigación, restringiéndolas únicamente a delitos graves con pruebas suficientes que justifiquen su uso y bajo un control judicial efectivo, no solo formal.
- Creación de un organismo independiente de supervisión: No se puede permitir que sean las propias fuerzas de seguridad las que controlen el uso de estas herramientas. Se necesita un organismo independiente con capacidad real de auditar y supervisar todas las investigaciones tecnológicas.
- Garantía de acceso a peritajes independientes: Para evitar la manipulación de pruebas digitales, debe garantizarse que cualquier investigado tenga derecho a un perito independiente financiado con fondos públicos, de modo que no se genere una brecha de desigualdad entre investigados ricos y pobres.
- Prohibición de herramientas opacas y controladas por empresas extranjeras: No se puede depender de tecnologías cuyos mecanismos internos y procesos de obtención de datos son desconocidos. España debe garantizar que todas las herramientas utilizadas en investigaciones digitales sean auditables y verificables por organismos independientes.
- Revisión de los casos de espionaje político: Tanto el Catalangate como el uso de Egobox contra el independentismo catalán deben ser objeto de una investigación exhaustiva que depure responsabilidades y garantice que estas prácticas no vuelvan a repetirse.
En definitiva, y como vengo diciendo, la reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal de 2015 ha sido utilizada para consolidar un modelo de vigilancia tecnológica sin control, en el que la policía tiene un poder desproporcionado y sin supervisión efectiva. El Catalangate y el uso de Egobox contra el independentismo catalán han demostrado que estas herramientas no solo se utilizan para combatir el crimen, sino que han sido instrumentalizadas para la persecución política. En un Estado de derecho, la tecnología debe estar al servicio de la justicia y no de la represión. Sin mecanismos de control efectivos, lo que se ha vendido como una modernización de la justicia no es más que una perversión del poder policial con implicaciones profundas para los derechos y libertades fundamentales.