Todas las islas tienen un componente romántico, de potencial metáfora, de literario sentido. Aquel punto secreto, enigmático, selvático. Aquella sensación de retiro, de desconexión, de supervivencia. La isla de Robinson Crusoe la asociamos al náufrago que, según la novela de Daniel Defoe, pasó ahí 28 años en solitario y en Itaca se desarrollan buena parte de los hechos incluidos en La Odisea, el épico poema atribuido a Homero. Ambas existen en realidad en las costas chilena y griega, respectivamente. Después, también están esos trozos de tierra flotante que son inventados y que de tanto leerlos nos parecen reales: la isla negra de Tintín, la misteriosa de Julio Verne, la del tesoro de Stevenson o Utopía de Tomas Moro, esa filosofía política, esa del estado ideal, de la república imaginaria. En el tramo bajo del Ebro, desde hace pocos días, hay otra que, aunque ya existía, no había sido aún bautizada. Se trata de la Isla de Amaia.
La encontraréis en el tramo comprendido entre Móra y Miravet, justo pasado el gaseoducto. Un poco antes de que a la derecha se nos abra un pequeño camino de agua —escondido entre bosque de ribera— que lleva a la isla de Benissanet. Si entonces miráis hacia adelante, justo en medio del caudal y un poquito escorada a la izquierda, la veréis emerger, llena de vegetación acuática que la cubre, cual manto que te tapa las piernas en un sofá de invierno. No es que haya mucho espacio para atracar la piragua, toda ella es salvaje, como lo era Amaia. Ella, la amiga vasca a quien, hace poco, un maldito e inesperado cáncer se llevó por delante. Ella, que a sus 54 años tuvo que descabalgarse de este mundo que con tanto deleite absorbía, para empezar a navegar en otro de ignoto, como la isla medio recóndita que ahora ya lleva su nombre.
Dicen que una persona nunca acaba de morir mientras alguien la recuerde. Eso es lo que hacemos: poner su nombre a una isla del Ebro.
Amaia amaba la naturaleza, era ingeniera forestal. Los bosques eran su casa. Solía enviarme fotografías de espacios naturales con un mismo texto: Mi oficina de hoy. Y todo eran árboles y todo era verde, marrón, azul. El paisaje era su despacho y te enseñaba a conocerlo y a respetarlo. En Navarra hay más de una ruta diseñada por ella que te lleva entre robledales milenarios, como si ella te cogiera de la mano y te paseara. Podía cambiar de planes en menos de un minuto, embarcándote en la más insólita de las peripecias. Era divertida, noble, aventurera, inquieta. Igual se subía a un kayak para recorrer el Ebro de Flix hasta el mar, como a una bicicleta, para rodear a su querida Euskal Herria. Estudiaba francés y tenía un sentido del humor inglés. Políglota, ella. Era imposible no reírse a su lado. Cada vez que hago al Camino de Santiago, su piso en Pamplona es mi albergue particular. De hecho, era… tendremos que aprender a hablar en pasado, aunque ella y su universo están siempre presentes.
Dicen que una persona nunca muere del todo mientras alguien la recuerde. Y eso es lo que hacemos, celebrar su paso por esta vida y agradecerle haberla conocido. Y hemos querido hacerlo de una forma especial y única. Recientemente, familiares y amistades venidas de Aragón, Asturias, Navarra y Euskadi hemos rendido un homenaje diferente: ponerle su nombre a una isla. Para que el río se acuerde de ella, para que nosotros, cada vez que lo surquemos, la veamos. Por eso, hace unos días navegamos juntos en varias piraguas hasta aquella porción de tierra rodeada de agua, como si fuéramos robinsones o julios verne modernos. ¿Por qué mi hermana no se apuntaría a un club filatélico?, se preguntaba socarronamente su hermana, que nunca antes se había embarcado en una piragua y que lo hizo por primera vez —y tal vez última— para la ocasión.
Como explica la canción de Benito Lertxundi: Urak dakarrena, urak daroa. Lurrak emandakoa lurrean gelditzen da. Eta gu heme, beti gu hemen. Es decir: lo que el agua trae, el agua se lleva. Lo que la tierra da, en la tierra se queda. Y nosotros aquí, y nosotros siempre aquí. Como su espíritu, latente y fresco, un fragmento del cual a partir de ahora reposará en Aquell riu ample i feliç, testigo de una vida plena que, de alguna manera, aún surca por lo que fuera su hábitat: el agua y la tierra. Allí, en medio del río, con los pies medio sumergidos y a la vez plantados, levantamos los remos al cielo, le cantamos y decidimos que en nuestro mapa vital, a partir de ahora, aquella isla sería suya.