Catalunya ha tenido, en los últimos siete decenios, dos grandes oleadas de inmigración y dos también importantes de emigración. Entre mediados de los años cincuenta y mitad de los setenta del siglo XX una potente oleada inmigratoria peninsular, a la cual no se pudo, ni quiso en algunos casos, acoger en condiciones lingüísticas, culturales, sociales y de infraestructuras mínimamente dignas. Y una segunda oleada inmigratoria a principios del siglo XXI, y que continúa, básicamente extracomunitaria, de procedencia diversa (América Latina, Europa del Este, Asia y África), a la cual tampoco se han dedicado los esfuerzos suficientes para construir una política de integración/aceptación eficaz.
Y dos grandes emigraciones, menos importantes cuantitativamente y formadas básicamente por intelectuales y profesionales: la consiguiente al fin de la Guerra Civil, que comportó el exilio forzoso de los mejores cerebros del país; y una oleada actual, de jóvenes profesionalmente bien formados que buscan nuevas posibilidades de desarrollo profesional lejos de nuestra casa.
Es obvio que estas realidades objetivas han hecho variar los fundamentos de los consensos que la sociedad catalana había ido construyendo durante siglos, y que eso es necesario que tenga una translación imprescindible cuando se intentan definir cuáles son los rasgos característicos compartidos socialmente, cuáles son los estilos actuales de la vida catalana.
Hemos pasado, como tantas otras sociedades (básicamente occidentales), de un hinterland cultural homogéneo y por lo común aceptado, a un sistema policultural, donde muchas tradiciones y consensos no han sido presentados o no se han podido presentar, y por lo tanto, no se han conocido o no se han querido aceptar por las personas y colectivos recientemente incorporados a la colectividad. Hemos pasado de una sociedad más o menos compacta, al surgimiento de una sociedad que podríamos asimilar al funcionamiento de un archipiélago.
La aceptación obligada y acrítica de cualquier modo de vida, en base a un supuesto respeto universal, hace que no seamos lo suficientemente conscientes de que todo lo que atente o pueda atentar contra los derechos humanos tendría que ser desterrado
En este sentido, he encontrado muy interesantes las aportaciones que Jérôme Fourquet hace en un libro publicado en 2019 (Éditions du Seuil), y titulado L’archipel français. Evidentemente, la sociedad francesa es diferente de la catalana, pero ambas no son tan lejanas para que no se puedan extrapolar algunas conclusiones. Fourquet indica que la Francia actual no tiene nada que ver con aquella nación una e indivisible, y estructurada según un referencial cultural común. Y la dinámica de esta metamorfosis, según él, revela la creación de un archipiélago de islas que se ignoran las unas a las otras.
La base de la Francia de antes, su matriz católica y republicana, se ha dislocado del todo, y estas mutaciones profundas inducen un efecto "archipel" de la sociedad. Un fenómeno que comporta la secesión de las élites, el autonomización de las clases populares, la instauración de una sociedad multicultural y la dislocación de las referencias culturales comunes. Con este contexto de fragmentación se comprende la crisis profunda del sistema político, donde la agregación de los intereses particulares en el seno de coaliciones amplias se ha convertido en algo imposible.
Es obvio que Catalunya está menos estructurada que un estado como Francia. El alud inmigratorio de las últimas décadas y la pérdida emigratoria de personas académicamente preparadas, hace que nuestra capacidad cohesionada de respuesta sea débil, y que algunos la quieran situar bajo sospecha permanente. La aceptación obligada y acrítica, bajo varias presiones, de cualquier modo de vida, en base a un supuesto respeto universal, hace que no seamos lo suficientemente conscientes de que todo aquello que atente o pueda atentar contra los derechos humanos tendría que ser desterrado.
Creer que por el simple hecho de que una práctica sea tradicional en un determinado punto del planeta tenga que ser respetada, dejando al margen consideraciones vinculadas a los derechos humanos, me parece un disparate. De la misma manera que la sociedad catalana ha ido cambiando algunas prácticas colectivas tradicionales, porque no se adaptaban al progreso de la civilización, tendremos que pedir a todo el mundo que haga el mismo ejercicio. No será fácil, pero nos tendremos que acabar poniendo un día u otro.