"Colérico, egocéntrico, misógino. Mala persona, falsario y un vendido al mejor postor. Un loco. Un ser cobarde y despreciable. Servil con los de arriba y déspota con los de abajo hasta límites de crueldad inimaginable. Depredador que desde su altillo de jerarca acosaba a las subordinadas".
Así era el periodista Alfons Quintà según Àngel Casas, que escribió todo eso y alguna cosita más de él hace cuatro años, poco tiempo después de que asesinara a su mujer y posteriormente se suicidara. Al final de su reflexión, Ángel se quejaba del tratamiento mediático que había recibido la noticia. Parecía que en algunas redacciones una vez muerto todavía se le tuviera como un respeto, o un miedo, o no sabría decirle qué. Quizás por haber sido quien fue. Porque Quintà tuvo mucho poder. Politicoperiodístico. Pero eso fue en los años ochenta del siglo pasado. Hace demasiado tiempo. Hoy al gran público le dices su nombre y la mayoría no tiene ni idea. Y los periodistas de menos de 45 años quizás ni han oído hablar de él.
Por eso me fascina el eco que está teniendo el libro que ha publicado Jordi Amat sobre este personaje con quien un servidor de usted en su vida cruzó ni siquiera una mirada y que todo lo que sé de él es porque me lo han explicado personas que lo conocieron muy bien. De hecho, cuando cometió aquella barbaridad, poca gente de la profesión manifestó mucha sorpresa. Me interesa mucho observar como todos los medios hablan del libro, entrevistan a su autor y le dedican una gran cantidad de tiempo y espacio a un personaje que estaba fuera de carta de nuestro imaginario colectivo. Quizás es que, en el fondo, estamos ajustando las cuentas con aquel bárbaro a quien entre todos le toleramos todo, que tuvo un final a la altura del monstruo que fue y del cual ahora, por fin, hablamos sin manías. Tal vez estamos gritando aliviados "¡ahora sí que hemos matado al lobo!". Le llaman catarsis.
Y esto ha coincidido con la eclosión mediática de un personaje que ha hecho el camino inverso, salvando las distancias, por supuesto. Ni me interesan los detalles, ni el chismorreo, ni el espectáculo en que han convertido el espectacular giro de guion que dará para horas y horas de consumo televisivo y que convertirá todavía en más ricos a unos cuantos. Lo que me interesa, y mucho, es el personaje, el ser humano. Francisco José Rivera Pantoja, hijo de Paquirri e Isabel Pantoja, a quien algunos llaman Kiko y que para muchos siempre ha sido Paquirrín.
Un chico de un metro sesenta y siete centímetros, con sobrepeso permanente y todavía más feo que yo. Considerando un inútil y un vago por la mayoría de la sociedad. El típico nini (otra expresión que también ha acabando muriendo) sin oficio ni beneficio que había venido al mundo a pasar el verano. Ahora ha ido a la TV a desenmascarar a su madre. Una catarsis. Y resulta que "la viuda de España", la que más había sufrido y la que había tenido la vida más dura, pobrecita, realmente es un monstruo que engañó a su hijo, que le birló la cartera, que nunca le ha hecho de madre y que no lo ha querido nunca. Ahora entendemos por qué este chico es como es, por qué hace años que busca su espacio en el mundo haciendo cosas extrañas y por qué se ha convertido en una atracción de feria decrépita a quien le lanzábamos cacahuetes.
El monstruo Quintà y el monstruo Pantoja. Cada uno con su propio techo de maldad. Y los pobres que los han sufrido. Para un hijo tiene que ser muy bestia darse cuenta un día de la realidad y decidir sentarse en un plató de TV a explicarla. Porque ya nació con su vida personal abierta en canal y no ha conocido otro mundo, circunstancia que todavía lo hace todo mucho más sórdido. Y no puedo evitar pensar que quizás si Quintà hubiera tenido su propio Paquirrín, el final habría sido otro. Sobre todo para la doctora Victòria Bertran, 30 años a su lado, y a quién el monstruo asesinó el 16 de diciembre de 2016. Justo poco antes de que él acabara con su cruel existencia.