Ana Rosa Quintana lo ha sentenciado esta mañana en su programa: "El procés ha muerto".
La cosa venía de la exclusiva que nos ha ofrecido ella como suya propia de sí misma, pero que ha sido posible porque la grabó un cámara de quien ni sabemos el nombre y del cual nadie se acuerda. Y que cuando presenten la demanda por revelación de secretos, será quien acabará pringando. Sí, porque grabar una conversación privada y difundirla es delito.
Pero más allá del tema relativo a las grandes exclusivas y el derecho a la intimidad, el caso demuestra que, más allá del cuñadismo necesario en un programa matinal de cadena privada y de la propaganda unionista asociada, el desconocimiento sobre los mecanismos de los indepes es cósmico. Desconocimiento el del programa y el de los analistas que se han puesto a aplaudir con las orejas.
Ayer el independentismo tenía un problema. Y este problema se llamaba unidad. La relación entre Junts per Catalunya, el PDeCAT e Esquerra tenía el mismo aspecto que la sopa de agua estancada en el estanque de un jardín que comen para comer en casa la Familia Real. (Ah, por cierto, a la lista de la desunión no pongo a la CUP porque ayer hicieron de espectadores de la cosa).
Ayer el independentismo recordaba, amargamente, la frase de José María Aznar, el hombre que quiso imitar el vestir, las maneras y el hablar de Júlio Iglesias y acabó de aspirante a mister camiseta mojada en un hotel del Imserso de Marbella donde por la noche actúa María Jesús y su acordeón: "Antes se va a romper Cataluña (con eñe) que Ejpaña (con Jota)".
Ayer el independentismo se fue a dormir y, en vez de contar ovejas, contaba, por una parte, políticos, y por la otra, pueblo. Bien separados. Y, en pleno ataque de insomnio, se levantó, se fue al WC, se situó delante del espejo y se empezó a gritarse a sí mismo que era un traidor.
Pero como pasa cada día desde el big bang, después de la noche viene el día. Y, si nos ponemos metafóricos, después de la oscuridad siempre acaba saliendo el sol. Y así ha sido como hoy el independentismo se ha levantado con la Oprah Winfrey garbancera mostrando una confesión de Carles Puigdemont que es tan real como es lo que piensa desde hace tiempo. La cuestión es que todavía no había encontrado el momento ni la manera de decirlo en público. Y además no tocaba. Y le añadiré más, cualquiera que analice el momento político catalán con un mínimo de realismo, sabe que eso es lo que piensa realmente porque no puede pensar ninguna otra cosa, teniendo en cuenta la situación. Porque Carles Puigdemont puede ser muchas cosas, pero una que no es seguro es aficionado a autoengañarse.
Y mientras Ana Rosa concluye que el procés se ha acabado, la realidad dice que esta exclusiva mundial servirá para coser el independentismo. El de la gente y, sobre todo, el de los políticos. Como antes lo ha hecho la reacción al 9-N, las cargas del 1-O, el piolinismo, el encarcelamiento y exilio de los líderes y tantos y tantos movimientos que habían acabado definitivamente con una situación que, a pesar de la guerra sucia y el dinero invertido en su contra, volvió a ganar las elecciones.
Y no, negar que el procés esté acabado no es ninguna rabieta indepe. Lamentablemente para el cuñadismo matinal y para los okupantes de despachos oficiales, es una realidad. Ellos (y ellas) son los mejores a la hora de reavivar este independentismo que tiene la peor salud de hierro del hemisferio norte. Bueno, y quizás también del sur.