Esta semana me he dedicado a pasear por diversos lugares céntricos de BCN a varias horas del día. La conclusión es que la ciudad es un gran local disponible. Lo dicen los centenares de carteles con este texto situados en las persianas de todo tipo de locales que ahora están vacíos. ¿Qué ha pasado? A ver, ni soy economista, ni tengo ni idea de turismo, a pesar de haber trabajado de joven en una agencia de viajes, pero tengo ojos.
Se calcula que, hasta antes de la COVID, cada día había en el centro de BCN una media de entre 150 y 170 mil turistas. Era gente que salía del hotel, del apartamento turístico o del crucero por la mañana y no volvía hasta la noche. Por lo tanto, hacían vida en la calle. Comiendo, bebiendo, comprando, visitando monumentos, usando transporte público, taxis y coches, motos, bicis, patinetes y otros artilugios extraños y, en definitiva, consumiendo. Y para que esta gente y sus necesidades de consumo cupieran, fue necesario hacer espacio. Y pasó que los pinos de un inmenso bosque mediterráneo se fueron arrancando día a día, mas a mes y año a año y en su lugar se plantaron abetos canadienses de plástico fabricados en Bangla Desh, muuuy típicos de la zona, como todo el mundo sabe, y sobre todo muuuy naturales.
Y así fue como los pisos turísticos ocuparon el espacio de los pisos de los barceloneses que no podían pagar en el Barri Gòtic alquileres como de Manhattan delante del Central Park. Y así fue como decenas de edificios de viviendas pasaron a ser hoteles. Y así fue como la tienda de toda la vida que vendía productos de consumo diario para la gente del barrio o la de productos especializados o "diferentes" y que atraían barceloneses de otros barrios y catalanes que iban de visita, no pudieron competir con no-se-sabe-quien que aparecía ofreciendo al propietario 10 veces más por el local. Y así fue como todo se llenó de locales de zumos de fruta que no tenían de fruta ni el color, de restaurantes infames a precios de Mónaco, de heladerías que hacían pagar hielo malo como si fuera realmente un helado con sabor a alguna cosa, de negocios de comida tan rápida como infame y denunciable ante un tribunal, de tiendas con flamencas y camisetas de equipos de fútbol italianos y ingleses y de establecimientos de marcas internacionales de ropa que ofrecían lo mismo que en el centro de cualquier ciudad del mundo.
Iban cerrando tiendas emblemáticas y nadie hacía nada para evitarlo. Y a los mismos que se lamentaban mucho por esa pérdida para el barrio y la ciudad les preguntabas cuánto hacía que no habían ido a comprar y callaban porque hacía muuuchos años que habían olvidado que esas tiendas existían. ¿Por qué? Porque ni los barceloneses ni los catalanes tenían ningún motivo para ir al centro de BCN, porque nada de lo que había allí les podía interesar. Y poco a poco, la ciudad se convirtió en un Port Aventura que tiene vida mientras las atracciones están abiertas. Sin Dragon Khan, Tutuki Splash ni Shambala, no tiene sentido ir. Y así es donde estamos ahora.
El centro de BCN parecía vivo porque cada día había 160 mil turistas okupándolo. Ahora que no están, nos hemos dado cuenta de que no hay barrio. Ni vecinos. Ni oficinas. Ni tiendas de cosas útiles (con alguna excepción). Ni restaurantes (con alguna otra honrosa excepción). Vaya, que no hay vida. ¿Por qué una señora de Sants tiene que ahora a La Rambla? ¿A hacer qué? ¿A comprarse una camiseta de Messi? ¿Y un señor de Falset qué? ¿Irá a comerse una paella con arroz de color amarillo y con una gamba que la última vez que vio el mar fue cuando lo de Pangea?
No sabemos cuando, pero el turismo volverá a okupar el centro de BCN (como nosotros volveremos a okupar el centro de NY, París o Londres). Y cuando eso suceda, no recordaremos nada de lo que nos ha pasado ni habremos aprendido ninguna lección. Ahora bien, alguien debería tomar nota de que una vez ha caído el decorado que tapaba la realidad, ha quedado demostrado que BCN ya no es un bosque mediterráneo sino un parque temático leno de abetos canadienses de plástico fabricados en Bangla Desh. Y que si queremos recuperar el bosque autóctono, un pino no crece en cuatro días.