Joe Biden, el presidente que lo es porque Trump era mucho peor, llamó a Pedro Sánchez, el presidente que estaba de vacaciones -o quizás fue al revés-, y Sánchez dice que pactaron como realizar la evacuación de las personas que han quedado en el Afganistán después de la salida de las tropas de los EE.UU. Una salida, por cierto, que parece diseñada por los rusos. O por los chinos. Para destruir la reputación de los guardianes militares del mundo. Bien, o directamente el responsable fue un mono cocainómano. Desde el fichaje de Coutinho, Démbélé y Griezmann y por el precio que pagaron por ellos, en el planeta Tierra no se había visto cosa igual.
Perfecto, el personal de las embajadas ya ha vuelto -o está a punto de hacerlo. Y, probablemente, también lo harán la mayoría de los que han colaborado con los occidentales y lo haran con sus familias. Es de justicia. Porque allí peligra su vida. ¿Pero, y el resto, qué? Quiero decir, los que no puedan volver y los afganos y, sobre todo, las afganas que se han quedado allí, ¿qué? Vaya, lo que vendría a ser la población que ni estaba a favor de la ocupación ni tampoco de los talibanes, que es lo que acostumbra a suceder. Aquello que denominaríamos "los del medio". Personas que simplemente intentan tener una vida y que han visto como desde hace casi cincuenta años allí les va yendo gente de fuera, normalmente armada, les impone un gobierno y una situación y después se va. Y allí se quedan los efectos de una gestión que acostumbra a ser nefasta. Ahora mismo los han dejado en manos de unos personajes que sirven para dar nombre a los intolerantes y a los fanáticos. Quien se lo tenía que decir, verdad, a los talibanes que se convertirían en un adjetivo calificativo. Negativo.
Nadie piensa nunca en la gente. La población. La ciudadanía. Ni piensan los que invaden ni los que son desplazados por los invasores y esperan pacientemente que los invasores se marchen aburridos para reocupar su lugar. Los ciudadanos están allí en medio, pero no importan. De hecho ni siquiera importa si dejan de estar. Eso que denominamos "occidente" lo acostumbra a vender con el argumento aquel de que van para salvar la libertad y la democracia. El problema es cuando alguien tiene un ataque de sinceridad y dice la verdad. Le ha sucedido a Biden, el hombre que ocupa en el despacho oval porque era el peor de lo males posibles. "No -dijo-, no fuimos a Afganistán a crear democracia". Fueron para protegerse del binlandismo existente entonces y evitar más ataques terroristas en el comedor de su casa. A ver, que lo diga no sirve de mucho, pero es útil. Para saber qué triste e irrelevante papel jugamos y de donde y como nos caerán las hostias.
Bien, rectifico.. si que ha servido. Poco después, y para apagar el incendio provocado por "Biden el franco", el Departamento de Estado filtró la estrategia diseñada el año 2003 por George W Bush: una vez eliminados los opositores se trataba de imponer una democracia sostenible a través de un gobierno títere. Con eso ahora ya podemos escoger a quien nos creemos.
Total, la gente acaba siendo aquella molestia que hace que los grandes estrategas, los cuales se ve que no estuvieron ni en desiertos remotos ni en montañas lejanas, no puedan culminar sus maravillosas ideas para salvar su humanidad, que no es otra cosa que sus intereses. Y es así como vemos esto de Afganistán o esto otro de los menores marroquíes que todavía están en Ceuta. Mohammed VI los envió para presionar España por el tema Polisario. Han pasado los meses y los niños continúan allí. Al tal Mohammed lo que los pase a los chicos le importa una autentica mierda. Por lo tanto, el gobierno más progresista de la historia tiene un problema y quieres devolverlos a su país. Y han sido repatriados 700. Pero, ¡oh milagro!, nadie ha dado la orden. El ministro del Interior Grande-Marlaska dice que él no sabe nada. Y como nadie más sabe nada, se ve que al final ha pasado que los menores se iban repatriando ellos solos por una orden que se dio ella sola. Un fenómeno que denominaremos teletransportación espontánea. Tan espontánea como el futuro de los treinta y cinco millones y medio de afganos que todavía quedan vivos. Un futuro, el suyo, espontáneo y, sobre todo, que ocurrirá sin que nadie sepa nada.