Abro la persiana y... ¡LLUEVE! Momento idóneo para que la sociedad recuerde cómo fue durante muchos años la Semana Santa de muchos de nosotros. Sobre todo si estos "nosotros" empezamos a tener una edad. O ya la tenemos toda. Millennials que hace dos días que estáis cerrados en casa y todavía os mantenéis relativamente enteros, la Semana Santa de la generación de vuestros padres y de las generaciones anteriores, era como eso de ahora, pero sin internet. Y con un solo canal de TV que pasaba procesiones y cada año las mismas películas. A saber: Ben-Hur, Los 10 mandamientos, Barrabás, La túnica sagrada, Las sandalias del Pescador, Marcelino pan y vino y Quo Vadis. Y ahora, apreciados millennials me diréis: "Caray cuántas películas, qué suerte". Sí, es que desde el jueves al domingo sólo era esto. Y pare de contar. Y eran estas y estas. Y nada más. Y ahora imaginad vuestra vida de confinamiento sin móvil, ni netflix, ni redes sociales, ni videojuegos, ni youtube, ni de nada. Y en cambio, con una sobredosis de Jesucristo, romanos, santos, más romanos, la Virgen, todavía más romanos y venga llover. Eso sí, podías salir a la calle para poder ver cómo todo (TODO) estaba cerrado. Y eso era aún más deprimente. Y era más frío. Sí, porque en vez de "ropa técnica", tejidos impermeables y goretex, había unos abrigos que no abrigaban y quedaban empapados y unas botas de agua que eran de goma y que al intentar quitártelas, hacían el vacío. Aquello sí que era lo que, cuando escribió La Peste, Camus llamó "el exilio en casa".
Total, que hoy he salido a la nada para comprar pan, material desinfectante y, de paso, echar una ojeada a ver si el mundo se había acabado o todavía no. Y tengo una buena noticia: la opción correcta era la B. Las tiendas continúan abiertas con normalidad. La diferencia es que la gente que despacha va con mascarillas. Las colas se ven en los supermercados grandes y la gente las hace en la calle. En uno de ellos había unas 50 personas, manteniendo la distancia de seguridad incluida. Entre la lluvia, el viento, el silencio y la soledad, pasando por algunas calles estrechas tenía la sensación de vivir el apocalipsis zombi.
En el mercado me encuentro a una señora mayor que conozco de comprar y que siempre que la veo paro para charlar con ella a ver como está. Vive sola en un cuarto piso sin ascensor y tiene problemas respiratorios. Ha bajado para comprar pan y fruta. A partir de hoy ya tiene un teléfono donde llamar cuando necesite algo y no hará falta que baje. Cuando salgo por la puerta pasa una furgoneta negra. En el cristal de delante lleva las letras "Servicio Judicial". Se detiene un poquito más abajo de donde estoy delante de la puerta de un edificio. Bajan dos hombres y abren las puertas de detrás de donde sacan la típica camilla de las funerarias. No me quedo más rato porque en aquel momento pienso que lo que sucederá allí a continuación es un acto muy íntimo. Y también pienso que cuando pase todo tendremos que hablar mucho de la muerte.
En la puerta de la farmacia hacen cola cinco personas. Guardando entre ellas el espacio preceptivo que ya es un clásico. Paro en un bar a recoger un café y un bocadillo. Maite ha recibido por whatsapp varias fotos de gente que va en transporte público: "Aquí, para evitar aglomeraciones, sólo podemos servir para llevar, ¿y en el metro la gente está a tocar? No lo entiendo. Pero, claro, si hay empresas que te obligan a ir a trabajar, pobres, qué tienen que hacer".
En la droguería tienen de todo para la higiene antivirus. Alcohol de 96 y de 70, "que dicen que va mejor" como me apunta la dependienta. Y en botella de cuarto, de medio y de litro. Y tienen la sensación de la temporada, aquello de fregar las manos, que técnicamente se llama gel hidroalcohólico antiséptico para piel sana.
Volviendo para casa veo a una señora de una empresa de limpieza fregando una escalera de vecinos. Con mascarilla. Las dos personas que están en la lavandería automática, en cambio, no la llevan. A la propietaria de la perfumería, la mascarilla le empaña las gafas. Y con los guantes le cuesta mucho coger los billetes y pasar las tarjetas. Recibo mensaje de un amigo en forma de pregunta: "¿Es necesario que para informar de una pandemia haya más uniformes militares que batas blancas?".
Hablando de informar, ¿alguien sabe si la ministra de Defensa, Margarita Robles, ha pedido perdón por la última frase de este vídeo?
La frase en cuestión es: "No concibo que el señor Torra pueda, espero que no sea así, importarle poco la salud de los ciudadanos de Catalunya". Han pasado 24 horas y nada. Y es una pena porque la frase es muy grave ya que es de una deslealtad y una bajeza inadmisible. Mire, los políticos pueden discutir sobre si hay que cerrar ciertas áreas o no, pueden aprovechar para hacer propaganda en vez de hacer cosas prácticas y en beneficio de la comunidad. Son criterios y cuando haya acabado todo, ya ajustaremos las cuentas con los oportunistas. Pero insinuar que a un cargo público no le importa la salud de sus ciudadanos cuando, precisamente, está pidiendo cerrar fronteras para evitar que el virus se extienda, es moralmente impresentable y es cruzar una línea intolerable. Espero que la ministra acabe rectificando y pidiendo perdón porque un mal momento lo tiene cualquiera. Y ella tuvo un muy mal momento. Un pésimo momento. Si no rectifica, se habrá autodescalificado para siempre desde el punto de vista humano.
Vuelvo a casa. El gestor me ha enviado un correo con una previsión de medidas que se supone que el Gobierno aprobará en algún momento, pero todavía no sabemos cuando. Afectan a empresas y autónomos y el gestor intuye, por lo que le han dicho, que acabarán siendo. Se lo paso a una colega. Su respuesta es: "El sentido de la urgencia del Gobierno es bien curioso".
Mediodía. Empiezo a recibir por todas partes el hilo que el médico e investigador del hospital Trias y Pujol de Badalona Oriol Mitjà ha publicado en twitter:
También recibo, en este caso a través del compañero de ELNACIONAL Toni Piqué, otro texto que está circulando mucho: “Los ciudadanos a través de las redes sociales piden a la Casa Real que obligue a Juan Carlos de Borbón a donar a la sanidad pública los millones de euros recibidos de Arabia Saudí. Este dinero contribuiría a paliar la falta de material clínico y equipos sanitarios y ayudaría a frenar el coronavirus cuanto antes. REENVÍALO”. Bien, no sé si la Casa Real estará mucho por la labor, porque si lo hace dejaría sin herencia a las hijas del actual rey y nietas del emérito. Sí, porque esto de la renuncia del hijo tenía más trampas de las que nos pensábamos. Más tarde, a través de una buena amiga me entero de que en change.org hay en marcha hasta cuatro recogidas de firmas sobre la cuestión.
Media tarde. El ministro Grande-Marlaska anuncia que cierra fronteras. Las de España. Por carretera. O sea, el virus que hable francés se quedará en la puerta. Si habla catalán podrá salir de nuestro país y si habla español podrá entrar. Se ve que el modelo Igualada, que funcionó en China y en otros lugares, en Madrit (concepto) no gusta mucho cuándo se trata de la frontera interna. Interesante.
Se ha hecho de noche. Por la calle no pasa ni un alma. Me pongo el termómetro. Doy positivo en sobredosis de información sobre el coronavirus. Por lo tanto, es momento de relajarme con algunas teorías de la conspiración que he recibido las últimas horas. La primera está muy bien, la segunda es brutal:
Y mañana será el día que hará cinco. Ya falta menos.