Hubo una época en que los que decían ser los más paganos de entre todos (todas y totis) los paganos decretaron que las fiestas de Navidad tenían que ser paganas. Confundiendo paganismo con tradición cultural tozudamente querida y que si una cosa no era, era religiosa. Y decidieron apagarlas. Literalmente. Porque si las fiestas de Navidad son una cosa son luz. Y como se trataba de deconstruirlas, creyeron que dejándolas a oscuras, a partir de aquí todo les sería más fácil. Y así fue como unas cuantas ciudades empezaron a tener una Navidad de posguerra. Decretaron la oscuridad y la tristeza ambiental e intentaron imponer una Navidad en penumbra revestida de concienciación incomprensible.
Sí, claro que la Navidad es un decorado pensado para que consumimos por encima de nuestras posibilidades, nos creamos que somos mejor personas de lo que somos y oigamos villancicos con unas letras totalmente psicotrópicas que nos recuerdan cuándo éramos niños. Y niñas. Y niñis. Pero ya lo dijo hace años uno de aquellos fantásticos ciudadanos que las televisiones sacan en sus informativos hablando de cosas: "Por Navidad somos como aquellas gallinas a quien les encienden la luz y empiezan a poner huevos". Dicho de otra manera, sí, quizás Navidad es una mierda, pero es nuestra mierda. Y la necesitamos. Los unos para vivirla intensamente y los otros para golpear de manera vehemente la mesa ya el día 25 por la mañana y salir al patio de luces a gritar: "¡Basta! ¡Estoy harto de la Navidad!".
Y de esta manera la Navidad pasó a ser una ideología, tanto si estabas a favor como en contra. Y vivimos momentos memorables como aquella deliciosa discusión sobre si se tenían que instalar o no pistas de hielo para las criaturas y si la alternativa tenían que ser talleres sobre sonidos afroamericanos y circo contemporáneo. Con aquel momento delicioso en que un ayuntamiento rechazaba totalmente que las familias fueran a deslizarse sobre patines, tal como habían visto hacer ewn las "entrañables" películas navideñas con final feliz, lágrima y moralina tan azucarada que después de aparecer el The End te venía un repentino ataque de caries, y el del pueblo de al lado, que era del mismo color político, instalaba una y con un reclamo del tipo: "No se quede con los vecinos a hacer el rancio, venga con nosotros a ser feliz".
Y así hemos llegado al 2021, año II del nuevo calendario de la pandemia que nunca se acaba. Y no sólo nos hemos encontrado con que los turrones han aparecido en las tiendas en septiembre, los árboles de Navidad en octubre, los papas Noel a principios de noviembre y a mediados de mes ya hemos empezado a encender luces sino que ahora hay muchas más que antes. También en las ciudades que habían optado por la oscuridad ideológica. Y han salido concejales que no hace mucho anunciaban las fiestas con levita negra y cara de cuadro de Edvard Munch luciendo ahora unas fantásticas gafas de soldar titanio porque de tanta bombilla instalada, es muy poco recomendable salir a la calle sin protección ocular.
Al final han ganado las luces. Por goleada. Sencillamente porque la gente las quiere. Quizás es que las necesitamos para sentirnos mejores y siendo muy conscientes de que nos autoengañamos. Desde que vivíamos en cuevas la oscuridad nos da miedo. No lo podemos evitar. Y al final no se trata de ideologías sino de genética, de ADN. Y de entender que va de esto. Aunque no nos creamos la fiesta.