Navidad y Sant Esteve están aquellos días en que las familias se reúnen. Muchas porque lo están deseando. Y muchas otras porque toca. Estas últimas, que son muchas más de las que nos pensamos, están todo el año sin verse, pero alguna vez tienen que gestionar alguna cosa conjunta o se hablan a través de familiares interpuestos, y entonces saltan chispas. Con una sonrisa postiza se lanzan pullas sin descanso, sin tregua. Y con todas las variantes posibles y siempre con la máxima intensidad. Acusaciones soterradas, insinuaciones, cizaña permanente, un "y tú más" en bucle y reproches del tipo "esto no funciona por culpa vuestra" o "suerte de nosotros que hacemos lo posible para estar unidos, no como vosotros"... Vaya, el catálogo entero del mal rollo total.
Pero llega la Navidad y toca reunirse. Y hacer el paripé. Porque a la abuela le gusta reunir la familia, que el día que ella falte, esto se ha acabado. Y para no darle un disgusto, todos (y todas) hacen ver que la relación es maravillosa. Y todos (y todas) hacen una cara de amarse que parece de verdad y todo. Y por unas horas, adiós reproches y adiós mal rollo. Externamente, porque por dentro del estropicio es eterno. Y de hecho el encuentro navideño sirve para nutrirse mutuamente de una cantidad ingente de material para poder estarse el año entero diciendo pestes los unos de los otros.
La familia A, la que va de invitada el día de Navidad, estará desde el 27 de diciembre del año en curso hasta el 24 de diciembre del año siguiente mojando pan con comentarios del tipo: "¿Has visto? Los platos eran los mismos del año pasado. Eso quiere decir que no tienen un duro", "Tu cuñada nunca ha tenido ni idea de hacer la bechamel y no aprenderá nunca", "Caray la sobrinita, cada año aparece con un noviete nuevo. ¡Ha salido a su madre!", "El próximo año llevaremos el vino nosotros", "No sé cómo se lo montan, pero cada año salgo con hambre" o "¿Has visto cómo tratan a tu madre? Le han puesto el peor trozo".
Y la familia B, la que va de invitada por Sant Esteve, estará desde el 27 de diciembre del año en curso hasta el 24 de diciembre del año siguiente mojando pan con comentarios del tipo: "Aquello que sacan no ha sido nunca una escudella como es debido. ¡La escudella no lleva nunca judías!, "Tu hermano ya puede decir que las copas que saca son como las que usan en el Celler de Can Roca, pero las he visto en el Ikea por 3€", "El próximo año llevaremos el cava nosotros", "Seguro que nos han sacado los turrones del lote y se han guardado a los buenos para ellos", "Tu sobrino estará estudiando Procesamiento Bioinformático de la Gestión del Big Data Virtual Robótico y sacará muy buenas notas, pero es un maleducado que se ha pasado toda la comida jugando con el móvil", "¿Te has fijado en que ya no tienen aquel candelabro de plata? Eso es que se lo han vendido", "Para sacar unos manteles blancos con restos de manchas de todos los años pasados, más valdría ponerlas negras" o "Has visto como tratan a tu madre? Le han puesto el peor trozo".
Pues bien, a los partidos indepes les sucede igual. Están todo el año como las familias A y B, pero cuando llega la Diada se llenan la boca de unidad, de buenos deseos de construir un proyecto conjunto, de estrategias compartidas, de paz y amor y de bla, bla, bla.
La Diada es la Navidad de los partidos indepes. Es aquella jornada donde hacen ver que se soportan, que realmente son una familia y que cuando muera la abuela seguirán comiendo juntos con una armonía que no te la acabas. Pero al día siguiente todo volverá a su lugar. Para los partidos indepes, el 12 de septiembre es como la noche del 6 de enero, cuando se apagan las luces y te das cuenta de que llega el mes más triste, oscuro y frío del año.