Se llamaba Laura Luelmo. Y cuando desapareció todo el mundo temió que había sucedido lo que finalmente ha sucedido. Porque cuando desaparece una mujer en extrañas circunstancias, siempre acaba pasando lo mismo.

Otra mujer asesinada. Y, nuevamente, delante de nuestros ojos desfila una mezcla extraña de situaciones. La indignación natural y lógica, la indignación postiza porque toca, el intento de recordar una vez más que estas cosas suceden porque existe un grave problema social no resuelto, los intentos de algunos de hacer un aprovechamiento político que provoca arcadas y algunos medios de comunicación construyendo un espectáculo lamentable con la lagrimita en un ojo y con el otro ojo mirando a ver si les suben las audiencias y los clics.

Y mientras esperábamos el lamentable desenlace, tiempo para volver a reflexionar y recordar momentos y situaciones de los últimos días como un tuit. Este:

Esta situación explica tantas cosas. Pero tantas. Y sobre todo una: la culpabilización. La mujer vive culpabilizada por las violencias que sufre. Es aquel "tú te lo has buscado. Es el "claro, si vais provocando". Y, además, en el caso que nos ocupa, dicho por otra mujer. Un hombre en una fiesta y con unas copas de más sabe que al día siguiente como mucho tendrá resaca. Al día siguiente de una mujer quizás transcurre en una comisaría presentando una denuncia. Porque fue una inconsciente, tomó unas copas y abrió la puerta a que la violaran.

Y es aquella famosa sentencia de la minifalda. Un empresario soba a una trabajadora menor de edad mientras le dice que si se van a la cama le renueva el contrato de trabajo. Y un juez escribe en la sentencia que la reacción del ciudadano hombre es muy lógica porque la chica llevaba una minifalda y "pudo provocar, en todo caso inocentemente, al empresario por su vestimenta". Es que os vestís como putas y tenéis lo que os merecéis.

Y es lo que me explicaba una amiga hace unos días. Iba en metro y un hombre intentó sobarla. Y ella se apartó. El hombre después lo intentó con otra mujer. Y ella se culpabilizaba por no haber sabido reaccionar. Llegó al trabajo muy afectada y lo comentó con otras compañeras. A todas (sí, sí, a todas) les había sucedido alguna cosa parecida o más grave en algún momento de su vida. Y mientras me lo explicaba me decía: "Es que los tíos no sabéis qué es ir permanentemente pendiente de todo, porque nunca os pasa nada".

Y es lo que me explicaba otra amiga, separada, que fue a renegociar el alquiler de su piso. El propietario, un hombre conocido y respetable de la localidad en cuestión, sin venir a cuento empezó a hacerle comentarios sobre su situación sentimental. Que si: "¿No tienes pareja? Pues no lo entiendo"; que si: "¿Qué haces sola?", y que si: "Según cómo a ver si te puedo hacer una rebaja". Y me decía lo mismo: "Es que no supe reaccionar. Y al día siguiente me encontré a su mujer en el súper. Y se lo tendría que haber dicho, pero lo dejé estar".

Es aquella desazón de estar siempre pendiente de una cosa que ya te ha pasado y que nunca sabes cuándo te volverá a pasar. Porque te volverá a pasar. Yo, por si acaso, cuando de noche voy por una calle solitaria y veo que viene de cara una mujer sola o camino en su misma dirección, cambio de acera. Como para decirle, "puedes ir tranquila". El problema es que no puedo garantizarle ninguna tranquilidad cuando gire la esquina. O el día siguiente, o la próxima semana. O dentro de un año. Ni yo ni el conjunto de la sociedad. Y eso es lo más terrible.