Y hoy, Cuyàs. ¡Cojones, qué racha! Nos hemos quedado sin Manuel, que no Manel. MA-NU-EL. Como le dijo una vez a una señora que se le dirigió en un restaurante donde estábamos comiendo: "¡Hola señor ManelCuyàs!". Y él, con aquella cara que ponía, muy serio, como de ofendido, se la miró y la riñó amablemente pero de forma contundente: "Yo no me llamo Manel, señora. Yo me llamo Manuel. Ma-nu-el", marcando las sílabas.
O aquel otro día en que otra señora que se lo miraba fijamente, hasta que le dijo: "¡Yo a usted lo conozco!". Y él, nuevamente con aquella expresión que me recordaba tanto a Mr. Magoo, le respondió: "No, señora, no. A mí me ha visto, pero no me conoce de nada. Usted no sabe quién soy. No sabe nada de mí. A mí no me conoce". Y la señora se fue entre sorprendida y confundida.
Más de una vez pensé que nos echarían de la tribuna de prensa del Parlament. Sobre todo en la época del presidente Benach. Justo donde acaban los escaños de los diputados, hay un espacio para los periodistas que quieren seguir el pleno in situ y no a través de la realización de TV. Porque desde allí puedes ver detallitos que después te pueden servir para hacer una crónica. Y en el caso de Manuel, para hacer una gran crónica. De cualquier cosa cotidiana él hacía un retrato y un relato que parecía nada, pero que lo ibas leyendo y no podías dejarlo. Manuel escribía tan bien, de una manera tan natural y transparente que, sin darte cuenta, habías llegado a la última línea habiendo pasado un buen rato, habiendo aprendido alguna cosa y habiendo visto detalles que estaban delante de tus narices y que te habían pasado desapercibidos.
Siempre que coincidíamos en el pleno, intentaba sentarme a su lado porque era garantía de oír algún comentario inteligente, alguna crítica ácida y, sobre todo, de reír. Pero hubo un día que lo superó todo. Fue durante uno de los debates de política general de la época Montilla. El president abría sesión a las 9 de la mañana con la lectura del listín telefónico, que es como en jerga parlamentaria le llaman al repaso de toda la lista de la obra de gobierno. No descubro nada si le digo que Montilla nunca ha sido ninguna fiesta. Pero es que entre el tono, el contenido y la hora, aquello estaba siendo muy duro. En aquella época los diputados convergentes estaban a la derecha del hemiciclo, vistos desde la presidencia, y ocupaban escaños hasta llegar prácticamente arriba de todo, o sea, muy cerca de la ya mencionada tribuna de prensa. Y en medio de aquella monotonía, de repente se oyó una expresión que desde entonces nos ha acompañado siempre y que hoy tenía que estar en el título de este recuerdo a Manuel.
Nunca supimos quién fue, pero en una de las interminables pausas que hacía el president entre frase y frase, retronó un "¡Vaaaaaaaaaaaa!". Como dándole prisa. Como diciéndole que espabilara. Pero con un tono que mezclaba aburrimiento, cansancio y desesperación. Un "vaaaaaaaa" de súplica, arrastrando mucho la A. Los dos nos miramos y estallamos en una risotada que disimulamos como pudimos.
Y no podíamos parar de reír. Pero a lágrima viva. Y cuando parecía que estábamos en condiciones de detenerlo, volvíamos otra vez. Estuvimos muchos minutos con la cabeza agachada detrás de la madera que separa los escaños de la tribuna. Pero muchos. ¿Sabe como en la escuela o en la iglesia, que empiezas y no hay manera y cuanto más va, peor? Pues eso, pero en un hemiciclo. A partir de aquel momento cada vez que nos veíamos nos saludábamos con un "vaaaaaaaaaaaa". Y seguíamos riendo.
La primavera del año pasado me recomendó una visita al restaurante La Piazza de Móra la Nova. En verano fui. A los postres le envié un mensaje.
—Te he hecho caso y aquí estamos.
—¿Y qué? ¿Bien o no?
—¡Muy bien!
—Siempre me tienes que hacer caso.
—¿Siempre de siempre?
—De siempre.
Cuando pueda, volveré a hacerle caso. Y a los postres me diré a mí mismo un "vaaaaaaaaaaa". Y no podré evitar sonreír. Y brindaré por él. Y recordaré que tuve el inmenso placer de conocer a Manuel, que no Manel. Bien, conocerlo y también verlo.