Esta es la triste historia de una medalla que está sola y abandonada en la vida. Pobrecita. ¿Y, sabe por qué se ha encontrado en esta desdichada situación? Porque no la quiere ni su padre, ni tampoco su madre que la parió y resulta que sólo le hacen caso unos señores (y unas señoras) que pasaban por allí y que nadie sabe qué pintan en esta historia. ¡Y, sí, una vez más lo ha adivinado! Efectivamente, le hablo de la famosa medalla viajera que va y viene y ahora aquel la otorga, ahora aquel otro la desotorga, ahora el otro la quiere, ahora el de más allá no la quiere y el de la esquina dice que la tienen que querer. Vaya, un descontrol que ha dejado a nuestra protagonista tan desconsolada como desconcertada y en una situación personal de apátrida.
La medalla de oro de la ciudad Condal que nos ocupa nació el 30 de marzo de 1976, cuando le fue otorgada por el Ayuntamiento de BCN a Rodolfo Martín Villa (RMV), un señor que, por resumir un poquito su biografía, durante el franquismo fue, según las entidades de memoria histórica, "uno de los ejecutores de la represión y muerte de disidentes políticos". RMV estuvo en posesión de la medalla hasta el 31 de marzo del 2017, cuando el mismo consistorio que se la había concedido cuarenta y un años antes, le retiró el honor. Pero allí no sólo no se acabó la historia sino que, de hecho, empezó. RMV recurrió la decisión a la justicia y ahora, prácticamente cinco años después, el Tribunal Superior de Justicia de Catalunya (TSJC) ha decidido que tienen que devólversela. ¿Por qué?
Bien, pues por una serie de argumentaciones legales de aquellas que se explican con frases muy largas, llenas de subordinadas y comas, con un punto y seguido cada tres páginas y un punto y aparte cada catorce. Que si el artículo 6.1 del reglamento del 2012, que si el nuevo juicio de valor o de concesión, que si quien tiene la habilitación normativa para revocar la distinción y que si bla, bla, bla. A ver, ya entendemos que existe una maravillosa legislación aplicable a concesión de medallas y galardones diversos. Y que en un mundo donde una junta electoral puede hechar a un presidente de la Generalitat y un Tribunal Constitucional se puede petar una ley aprobada por los ciudadanos en referéndum, después de ser votada por dos parlamentos y sancionada por un rey, un Tribunal Superior le puede decir a un ayuntamiento si tiene derecho o no a retirarle a una persona una distinción que él mismo le otorgó, pero eso no quiere decir que haya que hacerlo.
O sea, que yo pueda hacer como Adrià Wegrzyn, ir al concurso de comer calçots de Valls y en tres cuartos de hora zamparme 310 cebollas con un peso de 5.825 gramos, no quiere decir que deba hacerlo. Porque es que no hace falta. Por mí y por mi estómago. Pues bien, en este caso sería más o menos lo mismo, pero sin calçots y con medallas. ¿Que te presentan una demanda por una medalla del siglo pasado? Pues oiga, te apartas, la dejas pasar (la demanda. Bien y la medalla, también) y tal día se cumplirá un año. ¿Qué pinta un tribunal en esta historia? ¿Por qué se mete? ¿Hace falta primero admitir y después decidir sobre cualquier cosa que cualquier persona presente en un juzgado, por muy marciana que sea? ¿El TSJC va sobrado de tiempo como para dedicarse a una medalla? Miren, es que es muy fácil: una entidad decidió un reconocimiento y después consideró retirarlo, punto y final. Porque era y es SU reconocimiento.
Pero es que ahora viene el remate. Veinticuatro horas después de todo el pollo, RMV, va y anuncia que renuncia a la medalla. ¡SEN-SA-CI-O-NAL! Y ahora el TSJC ya tiene una nueva misión consistente en decidir a quién le endosan una medalla que no quiere quien la concedió ni quien la recibió y que está en tierra de nadie, sin patria ni amo.