Si un servidor tuviera ganas de un poquito de movimiento judicial sobre su humilde persona, ahora escribiría lo que pienso exactamente del juez Llarena. Con todos los adjetivos que usted pueda imaginar y multiplicados por infinitas veces infinito. Pero con tanta lluvia, la verdad, no apetece mucho empezar a recibir querellas, responder preguntas de fiscales y jueces... Ah, y la Ciutat de la Justícia no es muy céntrica.

Por lo tanto, dejémoslo en que no soy muy partidario. Del señor Llarena, quiero decir. Y que vería con buenos ojos que él sí que tuviera que visitar la Ciutat de la Justícia. Y no precisamente como juez. Y que saliendo de allí, después de explicarnos cómo aplica él la justicia, visitara alguno de nuestros bonitos centros penitenciarios. Y que la estancia fuera larga. Muuuy larga.

Ahora bien, mi opinión sobre Llarena, que no puede ser más negativa, no quiere decir que defienda ir a tirar pintura amarilla al portal del edificio de Sant Cugat del Vallès donde este ciudadano tiene un piso. Y no sólo no lo defiendo sino que lo condeno totalmente. Y no entiendo la acción. Y no le veo la utilidad. ¿De qué sirve llenar de pintura amarilla la entrada de una escalera de vecinos? Es que las cosas tienen que tener un sentido y un objetivo y en este caso no sé verlo.

"No, es que no puede ser quedarnos de brazos cruzados", dicen algunos de los que defienden la acción. Muy bien, ya hemos pintado el portal, ¿y ahora qué? ¿Ha sucedido alguna cosa? Llarena ya ha hecho el trabajo que le fue encargado por el Estado y dos potes de pintura no cambiarán nada. "No hacer nada sí que no cambiará nada", dicen otros partidarios de la lluvia de pintura. Bien, pues cuando el efecto de la pintura haga el efecto que se supone que tendrá y todo sea muy diferente, ya me avisarán.

El problema es que la pintura ha rebotado en el portal y nos ha salpicado cosas muy extrañas. El premio es para esta:

Llarena

A ver, que eso lo diga un ser unineuronal que se ha bebido incluso el agua de los jarrones después de una tarde de domingo en un local pintado de rosa, con luces de neón y situado entre dos granjas de cerdos que llenan el ambiente de su característico olor, pues mire...

Que eso lo diga el finalista del campeonato mundial de cuñados cuando ve que lo tiene todo muy perdido y decide lanzar la casa por la ventana, pues pobrecito, todo el mundo tiene derecho a destruir su reputación como crea conveniente.

Ahora bien, que eso lo diga alguien en nombre de una asociación de jueces, ¿qué quiere que le diga yo ahora a usted, verdad? ¿Sabe eso que está pensando usted que estoy pensando yo? Pues más. Pero mucho más. Y todavía más.

Comparar la absurdidad de lanzar dos potes de pintura en un portal con la noche de los cristales rotos es una falta de respeto tan grande al sufrimiento causado por uno de los episodios más lamentables de la historia de la humanidad. Es una banalización del horror tan inadmisible. Y sobre todo es un insulto tan cruel a la memoria de los 91 judíos asesinados y a los 30 mil que fueron detenidos y deportados a varios campos de concentración durante aquellos hechos que fueron el inicio de todo el resto de lo que vino después.

Qué vergüenza. Qué manera de frivolizar el odio. Qué falta de cultura. Cuánta ignorancia. Y sobre todo, qué criterios más extraños existen en España a la hora de escoger según qué jueces.