Cuando muere un músico que nos ha acompañado a lo largo de nuestra vida, parte de nuestra historia personal se convierte en un recuerdo para siempre. El presente pasa a ser pasado y todo aquello vivido escuchando aquella música en determinados momentos y con quien nos ha ido acompañando en el trayecto es la nostalgia del aquello sucedió y yo estaba. Los músicos existen porque a través de ellos hablamos de nosotros, porque las canciones, una vez hechas, ya no son suyas sino nuestras. Son nuestro recorrido vital, no su inspiración.
Y esta mañana, mientras por las pantallas veíamos guerra y más guerra, hemos sabido lo que hacía días sabíamos que sería. "Ha muerto el último hippy", he visto escrito por alguna parte. Quizás sí que en eso Pau Riba fue el último, tal vez harto de haber sido en muchas cosas el primero. En todo caso, tras la imagen de quien parecía haber venido al mundo a pasar el verano y a destruir los cimientos de la civilización de Occidente con performances estrafalarias, había alguien que ha escrito cosas muy bonitas y que se ha hecho querer. Y no es sencillo.
Nunca pretendió ser el yerno perfecto (perdone, ¿por quién me ha tomado?), pero seguro que alguna vez alguna mente biempensante soñó que lo adoptaba, creyendo que sus bucólicas letras y sentidas melodías eran de porcelana, como la chica de la canción. De la que decora los recargados comedores de la gente de orden. Aquel toque pretendidamente elegante del jarrón que queda perfecto encima de la cómoda, justo al lado del candelabro de la abuela. Sin saber que, como la canción, las letras sensibles y las músicas inocentes eran de aquel material para poder ser rotas con más facilidad. De todos modos, en caso de haber pasado este primer dique, el sueño habría reventado en mil añicos cuando la mente biempensante hubiera descubierto que Riba, el nieto del poeta, el año 1974 le puso Caïm a su primer hijo.
Realmente hay ser muy hijo de tu madre para ponerle Caïm a tu vástago. Bien, a no ser que hayas decidido el nombre para que nada tiene sea "normal". Según el Instituto Estadístico de Catalunya (Idescat), en Catalunya hay cinco hombres que se llaman Caïm y diez están inscritos como Caín, cinco de los cuales nacidos entre el 2010 y el 2019. Ve, con todo esto de hoy me he quedado con las ganas de preguntarle a Riba la cara que pusieron en el registro de Eivissa cuando un año antes de morir Franco, un hippy se presentó allí y les comunicó el nombre del niño que acababa de nacer en Formentera. Siempre he imaginado que aquel día fue comentado en aquella oficina durante mucho tiempo. Y también me he quedado sin saber por qué le puso Pau, como él, al segundo, la cosa más conservadora y acomodada posible.
Total, que Pau Riba hizo, en general, lo que le salió de las narices porque pudo. Y quizás tenía que ser él porque el apellido venía de donde venía. Ahora muchos (muchas y muchis) lamentarán su desaparición física porque, como el establishment lo reivindica y todo el mundo habla bien de él, pues para allá que vamos. ¿Cómo han cambiado las cosas, verdad? La contracultura más radical plenamente normalizada por una sociedad cada vez más intolerante con el diferente. Lo que hace 50 años eran letras incómodas y una estética demasiado provocadora para la gente "normal", ahora lo superan los niños cantando cosas mucho peores mientras matan enemigos en un videojuego que de vez en cuando guardan para ver en su móvil cómo se matan seres humanos de verdad en nombre de todavía no sabemos qué. Y de entre todos ellos (ellas y ellis) saldrá el Pau Riba que romperá con la generación anterior y que será reivindicado dentro de 50 años por los que sobrevivan a las guerras, las pandemias y las invasiones zombis.