Hemos estado un año y tres meses especulando sobre como sería el retorno a aquello que le llamaron "la nueva normalidad". Porque a todo le tenemos que poner un nombre y etiquetarlo. Es la manera de vendernos propaganda más fácilmente. El mundo nos castigaba por lo que le estábamos haciendo, nos enviaba un aviso -quizás el último-, aprenderíamos la lección y cuando todo acabara seriamos mucho mejores. Nosotros y el mundo. En general. Quince meses después es la vigésimacuarta vez que vemos la luz al final del túnel, y esta vez parece que si que sí y, definitivamente, no son el Ave, el Ouigo y el Avlo, los tres juntos, viniendo de cara justo en uno de los túneles de la curva ferroviaria de Tarragona.
Empezamos a hacer vida normal, los contagios aumentan, pero los hospitales se vacían. ¿Milagro? No, son las vacunas. No acaban con el virus, pero sí con sus efectos más graves. Y entre las vacunas y los millones de contagios entre la población que no se vacuna por edad, cada vez conseguimos más inmunidad de rebaño, una de las palabras que hemos aprendido durante estos meses. La ciencia ha acabado con los vendedores de elixires mágicos y los más escépticos han tenido que rendírse a la realidad. Los apocalípticos han hecho un Miguel Bosé y finalmente han optado por callar y desaparecer. Lástima. Nos hacían reír mucho. El resto hemos hecho lo que nos han dicho, a pesar de que la mayoría de las veces no nos han explicado los motivos de las decisiones y los hemos acabado entendiendolas meses más tarde. Y es que somos tan obedientes...
Y al final ha caído el gran símbolo de la COVID-19, la mascarilla. De momento en exteriores. En interiores no está tan claro qué pasará porque Israel, el país donde más han vacunado -a cambio de ceder los datos de sus ciudadanos a las farmacéuticas, gran tema de debate-, ahora vuelven a la obligación de llevarlas. Que esta es la otra. Nos hemos convertido en expertos (y en expertas) en estrategias de países y en datos diversos. Y cuando ahora nos dicen que en América del Sur aumentan los casos, tenemos respuesta. Y afirmamos que allí empieza el invierno. Sin pensar en que aquí podría sucedernos lo mismo a partir de octubre. O sea, vaya usted a saber.
Y con todo eso, esta mañana hemos salido a la calle a mirar la reacción del mundo ante el nuevo mundo. Y la mayoría ha decidido no quitarse la mascarilla yendo por la calle. Y, como expertos que somos, hemos concluido que eso quiere decir que este utensilio que nunca habríamos imaginado transportar con nosotros por nuestra vida... ha venido para quedarse, otra expresión que se nos ha quedado grabada en el lenguaje. Y lo hemos hecho quizás porque ya nos hemos acostumbrado, o porque tenemos miedo, o porque hemos aprovechado para ir el dentista y ponernos hierros, o porque no nos afeitamos (o no nos depilamos) hace meses, o porque nos acabamos acostumbrando a todo y ahora sin mascarilla nos sentimos desnudos, o por lo que sea, pero poca gente transita sin eso que los negacionistas denominan "el bozal". Veremos qué sucede mañana en el segundo día de la nueva nueva nueva normalidad, que ya llevamos unas cuantas.
Pero ahora sí, ahora parece que va de veras y eso se acaba. Y no, definitivamente el mundo no ha cambiado a mejor. Ni hemos aprendido nada. Y nada es diferente, menos para los que han perdido familiares, negocios y trabajos, pero de eso el conjunto de las sociedades se olvidan rápido. Porque somos máquinas de sobrevivir. Y ante nuestras narices vuelven a volar miles de aviones, retornan los cruceros y las calles de nuestras ciudades se vuelven a llenar de turistas. No como antes, pero nos tememos que tal como se marchó todo de nuestras vidas, tal volverá. De repente. Y estaremos igual. Y algunos de nosotros ya estamos mirando billetes para largarnos a lugares donde nunca se nos habría ocurrido ir, pero es que "es tan barato!".
Nos han robado un año y tres meses de nuestras vidas y todo recomienza. Y lo afrontamos con el espíritu de la frase que, parece ser que no llegó a decir nunca Fray Luís de León cuándo volvió a la universidad de Salamanca después de que la Inquisición intentara peinarlo, como si fuera un vulgar Tribunal de Ajustar las Cuentas: decíamos ayer.