Dos comportamientos que la Covid ha hecho aflorar y que dicen mucho de la condición humana. El uno es una profesión mediática que recuperamos: la de experto en acojonar al personal. Gente que en la vida los han hecho poco caso -en general-, tienen una gran necesidad de protagonismo y han encontrado en la pandemia el altavoz perfecto para la fama. Bueno, y para cobrar un dinero yendo a charlar a sitios y publicando libros con la misma solidez científica que Emérito I hablando de pagar impuestos. Es esta retroalimentación perfecta del "y este, por qué es famoso? Porque sale por TV. ¿Y, por qué sale por TV? Porque es famoso". Una rueda infinita en la cual al final no sabes por que caray aquel señor es una autoridad en coronavirus si ni es virólogo, ni investigador, ni experto, ni ha hecho nunca ningún estudio, ni ha publicado nada. Vaya, ni puta idea, pero él opina y ahora ya nos está diciendo qué sucede y qué sucederá con la variante ómicron antes de que la comunidad científica sepa qué es exactamente la variante ómicron. Pero, fíjese en una cosa, cuanto más espantagüelas es un charlatán de estos, menos autoridad académica tiene.
Los medios viven del share y de los clics. Con tanta competencia como hay, es más fácil llamar la atención y hacerte un espacio mediático si gritas al apocalipsis. Y cuanto más llamamientos y cuanto más apocalipsis ofreces, mejor. No, la mesura no está de moda. Y entre un experto diciendo cosas sensatas y explicando la realidad con datos y un ignorante haciendo ver que sabe de lo que habla, pero actuando como si se hubiera introducido una mezcla de chile, tabasco, wasabi y guindilla por vía rectal, no hay color. Porque al final estamos hablando de un espectáculo de entretenimiento que da audiencia y que pasa como divulgación e información sin serlo. Porque ante una visita o de alguien apretando tu canal con el mando, informar es de cobardes.
Y el otro comportamiento fascinante es el del antivacunas vacunado convencido por acción de la colleja. Es aquel ciudadano que hasta ahora no se había querido vacunar, ni por propia protección ni para proteger a los que lo rodean. Aquello del "¿yooo? ¡Ni hablar! Aunque voy a menudo a visitar a mis padres o mis abuelos o trabajo en una residencia o con grupos de riesgo porque 1/ si ya se vacunan los otros, no hace falta que yo lo haga o 2/ ya vigilo mucho y siempre voy con mascarilla". Pues bien, la necesidad del pasaporte Covid para ir al gimnasio, al bar o para viajar ha hecho que muchos de estos hayan visto la luz. Bien, o la jeringa. Y de ser unos antivacunas muy convencidos han pasado a correr hacia el primer centro y solicitar la dosis como si fueran un asiduo a los desayunos de tenedor que rematan el trabajo pidiéndose un café "con un chorrito generoso para limpiar la taza".
O sea, si se trata de poner en riesgo la salud de tus padres, de tus abuelos, de la gente que cuidas y del resto de la sociedad, no hay ningú problema. Convencidísimo de que la vacuna es caca. Ahora bien, si se trata ti y nuevamente de ti y de tu bar o tu viaje, entonces sí, entonces pónganme media docena. Hooome (y muuujer), ¿y aquí donde quedan los principios? "Oh, es que la presión que recibo me obliga a hacerlo", dicen. No, no, oiga, ninguna presión. ¿Usted quiere vivir al margen de la sociedad? ¡Fantástico! ¿Usted tiene unos firmes fundamentos ideológicos que explican su actitud o tiene mucho miedo a que le metan florolos mandangos por el brazo? ¡Pues adelante! Ahora bien, debe ser consecuente. Los principios hay que tenerlos siempre, no de 9 a 1 y de 4 a 8. Si durante meses usted se ha negado a vacunarse, ¿ahora se rendirá para ir a comer un tataki de pata de pulpo seca con parmentier de patata, por una clase de spinning o para ir a Marina d'Or, Ciudad de Vacaciones? Caray, si que nos vendemos baratito...