Todos los sistemas tienen que defenderse de lo que entienden que son ataques contra su línea de flotación. Puede pasar, como es el caso de España, que el Estado, incompetente y autoritario, incapaz de seguir mecanismos políticos, solo blande la bandera de la ley y solo la ley como el mágico ungüento amarillo.

El reduccionismo legal para la superación de conflictos conduce a un callejón sin salida del que no puede salirse más que de la misma manera como no se tenía que haber entrado: con política. Sin embargo, este Estado, que blande la ley y solo la ley, queda presionero de su propio designio y la defensa del Estado entra en crisis a cada paso, cada paso legal es más absurdo que el anterior y agranda el conflicto, haciendo más difícil una solución razonable, es decir, pactada y, por lo tanto, política.

Como la ley obviamente resulta insuficiente para resolver conflictos radicales, el Estado se encuentra indefenso. Le fallan mecanismos de superación del conflicto. Por eso, aunque blanda hasta la extenuación la ley como el único instrumento posible, esta se demuestra un elemento de poca o nula fuerza persuasiva. Incluso su capacidad retórica es ridículamente irrelevante.

Por eso, aunque el Estado pretende presentarse como campeón en solitario de la legalidad y el legalismo, huye de la ley y de la seguridad jurídica y de todos los principios democráticos que conocemos, a la hora de defenderse.

La separación de poderes —en la que los jueces no crean normas, solo las aplican—, el derecho penal de un Estado social y democrático de derecho basado en el indeclinable principio de legalidad, la proporcionalidad —muestra inequívoca del derecho democrático— o el principio de humanidad —fruto de la calidad humana inseparable que es la dignidad de la persona—, por solo mencionar unas pocas bases que creemos sólidas como rocas, se van al garete. Desaparece la legalidad, el ADN del Estado ejemplar que se quiere vender, y llega, ¡mira por dónde!, el principio de necesidad.

En cuanto al caso del mantenimiento de los encarcelamientos del vicepresident Junqueras, del conseller Forn y de los Jordis (y del exilio forzado del president Puigdemont y cuatro de los consellers de su Govern), hemos pasado de ver las decisiones judiciales presididas por el principio de legalidad a verlas presididas por el principio de necesidad.

Veamos el auto del 12 de enero de este año. Se crea un supuesto de restricción de derechos de los investigados que la ley desconoce. El juez levanta requisitos, invade competencias exclusivas y excluyentes del Parlament y criminaliza el derecho de manifestación. Una losa en la puerta de salida de la prisión.

Dicho lisa y llanamente, según mi opinión —y de un número creciente de juristas acreditadamente responsables en el manejo del derecho—, el auto del instructor del TS carece de bases legales para denegar la libertad provisional a Junqueras y negarle la excarcelación puntual (con traslado permanente a Barcelona) para acudir a las sesiones del Parlament de Catalunya del cual, como cabeza de lista de su partido, es miembro.

Vayamos por partes. La limitación a los investigados de su derecho político no está prevista en ninguna ley. Al contrario, los presos solo tienen limitados el derecho a la libertad y los que específicamente establezca la condena, como prevé el artículo 3 de la Ley Penitenciaria. Aquí no hay condena todavía; por lo tanto, el único derecho limitado es el de libertad ambulatoria, que no es precisamente poca cosa.

Para buscar una base, inexistente, reitero, el instructor va a parar a un precepto legal que explora y reconoce que no puede aplicar: el artículo 384 bis de la Ley de Procesal Penal. Dejando de lado cuestiones —que el juez tampoco toca—, como qué hay que entender por rebelde a la luz de este precepto de excepción, lo cierto es que las medidas restrictivas para el ejercicio de cargos públicos que prevé esta disposición solo se pueden aplicar a los investigados cuando llegan a la situación de procesados. Falta, parece, mucho para llegar a este estadio, dado que en todas las resoluciones emitidas hasta ahora se habla del carácter inicial de la causa y de que solo estamos en presencia de indicios que hace falta investigar y corroborar.

A pesar de esta inaplicabilidad, el instructor, partiendo de un tácito principio de necesidad, diseña la restricción del ejercicio del cargo público del prisionero, el de diputado en el Parlament de Catalunya, y manifiesta que no lo dejará asistir a determinadas sesiones parlamentarias, como sí se había hecho anteriormente (ejemplos haylos en los Parlamentos español y vasco). Por mucho que ustedes busquen en las leyes, no encontrarán ninguna previsión de que un investigado no pueda salir de la prisión para un trámite como el que Junqueras solicita. Eso es, según mi opinión y, por lo que veo, repito, la de muchos otros juristas, una vulneración del principio de legalidad.

Pero la cosa no acaba aquí. Lo que es gravísimo es que, sin base legal de ningún tipo, se aplica una restricción analógicamente (en derecho penal y sancionador, la analogía contraria al ciudadano está constitucionalmente prohibida). En efecto, esta medida solo está prevista después de haber sido procesado por los delitos de terrorismo —fruto de una legislación de emergencia que data de los años noventa y está avalada por el Tribunal Constitucional en su sentencia 71/1994. Este olor antiterrorista como fuente de la laminación de derechos fundamentales del vicepresident Junqueras no casa con ningún tipo de garantía, por laxa que esta sea.

Por si eso fuera poco, se centra el análisis de la limitación de derechos sin base legal en los derechos del prisionero al cargo, reconocidos en el artículo 23. 2. de la Constitución. No vamos a entrar en esta retórica discusión ajena a la causa, que parece destinada a hacer más ininteligible la razón del castigo. Sí hace falta, cuando menos mencionar, que el artículo 23.1. ha quedado borrado del patrimonio jurídico de los ciudadanos —votaran la lista de Junqueras, o no—, cuando se impide el pleno ejercicio, sin ningún tipo de base legal, del derecho de los ciudadanos a intervenir en los asuntos públicos por sí mismos o mediante representantes. Hacer de diputado es mucho más que votar las resoluciones en el pleno de la Cámara. Es tan obvio que uno se sonroja por tener que mencionarlo.

Para llevar a cabo su limitación de derechos al margen de las previsiones legales, el instructor hace dos cosas para las que carece de todo tipo de habilitación legal. Como el artículo 93 del Reglamento del Parlament prevé la delegación de voto, entre otros casos, en los supuestos de incapacidad prolongada del diputado, el juez pone la directa y acuerda "Declarar la incapacidad legal prolongada de estos investigados para cumplir el deber de asistir a los debates y las votaciones del Pleno del Parlamento de Cataluña". O sea, en un proceso penal, en la fase de instrucción, inicial, como se reitera una y otra vez, sin escuchar a la parte afectada, el juez acuerda una incapacitación para asistir al Parlament. A estas alturas de la lectura del auto, hace rato que nos han metido en la jungla de la pura y cruda necesidad, lejos de los parámetros propios de un Estado de derecho.

No únicamente se procede a declarar esta incapacidad, sino que además, vulnerando la intangibilidad del Parlament, se prohíbe la presencia virtual en las sesiones por vía telemática, lo que corresponde en exclusiva a la Mesa de la Cámara. O sea que la capacidad de autoorganización parlamentaria ha estallado y queda sometida a la voluntad de un juez instructor, en un proceso en el que el Parlament ni es ni puede ser parte.

Se remacha el clavo de la limitación de derechos con una casi queja a la hora de hablar de los eventuales traslados desde los centros penitenciarios al Parlament. Así, manifiesta la resolución: "Con estos precedentes y con estas condiciones actuales, afrontar unas conducciones de salida y de retorno del centro penitenciario, en fecha y horas determinadas, con un punto de destino y de regreso bien conocido, y hacerlo con la garantía de que se desarrollarán despejadas del grave enfrentamiento ciudadano que puede impulsarse o brotar con ocasión del traslado de unos presos que suscitan su apoyo incondicional, es algo que este instructor no percibe con la garantía que reclama el mantenimiento de la pacífica convivencia que precisamente justificó la adopción de la medida cautelar." Nuevamente el derecho de manifestación criminalizado, aunque no sea promovido por el propio preso.

Para acabar de redondear la superación del principio de legalidad —recordémoslo, el principio blandido como divisa del Estado español—, esta resolución se hace extensiva a Jordi Sànchez y al conseller Forn. Una de las bases procesales más elementales, el derecho al proceso debido, radica en que nadie puede estar afectado por una resolución en cuya tramitación no ha tomado parte. El auto de 12 de enero pasado reconoce que ninguno de los dos prisioneros mencionados ha pedido nada y, por lo tanto, no ha sido parte en el debate de la resolución mencionada; sin embargo, los hace también receptores de ella. Este nuevo extremo incrementa el desasosiego por la deriva contragarantista en que parece ya metido de lleno el sistema jurídico español.

Eso, ni de lejos, es lo que pretendemos enseñar en nuestras clases. No sé dónde pueden haberse aprendido estas nuevas normas, ajenas al derecho vigente.