El 12 de abril de 1921 por la noche llegaba a la Estación de Francia, procedente de Ginebra, un joven Jean Monnet, tenía 32 años. Se trasladó al hotel Ritz –de reciente creación- donde se alojó las diversas noches que pernoctó en Barcelona. El día siguiente la mañana, un elegante Hispano-Suiza lo recogió a la puerta del hotel para trasladarlo a la plaza Sant Jaume. Lo esperaban en la puerta del Palau de la Generalitat donde lo condujeron a la planta noble, al despacho que se le había condicionado con acceso directo al Salón Sant Jordi. ¿Realidad o ficción?
Pues nada más cierto que eso, que ocurrió hace poco más de cien años. Jean Monnet, antes de embarcarse en la fabulosa aventura de crear lo que acabaría siendo hoy la Unión Europea –con todas sus grandezas y miserias- fue, de 1919 a 1923, secretario general adjunto de la Sociedad de Naciones. Y lo fue a propuesta del primer ministro francés, Georges Clemenceau, y del secretario de la Foreign Office, Arthur Balfour, que consideraron que la experiencia del joven Monnet, que durante la Primera Guerra Mundial había destacado en tareas de coordinación entre los aliados, podía ser útil en el proceso de creación de una institución como la Sociedad de Naciones.
Monnet dejó la Sociedad de Naciones pronto, poco más de dos años después de entrar, pero por motivos personales, para ayudar al negocio familiar –los Cognacs Monnet, una marca todavía hoy reputada- que estaba experimentando dificultades. Una vez resueltos estos se lanzó a una carrera empresarial y de asesoría que lo llevaría a los Estados Unidos, Europa Central, Moscú y Shanghái hasta que poco antes de la Segunda Guerra Mundial volvería a Francia, donde pronto tendría que utilizar de nuevo sus dotes organizativas y de persuasión en favor de los aliados. De hecho, el economista Keynes calculó que las tareas de coordinación logística de Monnet durante la guerra la habrían acortado aproximadamente un año.
Pero volvamos a Barcelona, a aquel marzo de 1921. ¿Qué hacía el secretario general adjunto de la Sociedad de Naciones en un despacho del Palau de la Generalitat? Pues participaba en el tramo final de la primera conferencia intergubernamental organizada por la Sociedad de Naciones, la Conferencia Internacional de Comunicaciones y Tráfico, que se celebraba en nuestra capital desde el 10 de marzo, y que se alargaría hasta el 20 de abril.
Participaron 42 estados, la mayoría de los existentes en un mundo dividido en clave colonial. El grande ausente fue los Estados Unidos que hacía poco había optado por la política aislacionista. En cambio, sí participaron todos los diplomáticos representantes de las jóvenes repúblicas recién nacidas por la disolución del imperio austro-húngaro y los efectos de la Revolución Rusa. Como también lo hicieron, por primera vez y en igualdad de condiciones, los representantes latinoamericanos, que hasta entonces no habían podido participar realmente de la política multilateral. De allí salieron unos tratados, los Convenios de Barcelona, hoy todavía vigentes.
No deja de sorprender, sin embargo, que la primera conferencia intergubernamental y los primeros tratados de la Sociedad de Naciones fueran de un marcado carácter técnico. De hecho, hoy en día hay acuerdo entre los historiadores que los principales éxitos de la Sociedad de Naciones serían en el ámbito técnico: desde las comunicaciones y el tráfico, pasando por los ámbitos de la salud, la cooperación intelectual o las condiciones de trabajo. Diversos de los organismos internacionales que actualmente trabajan en estos campos tienen su origen en la Sociedad de Naciones, como la Organización Internacional del Trabajo (OIT), la de la Salud (OMS) o la UNESCO.
Y digo que sorprende porque se podría intuir un patrón entre la experiencia de los éxitos –y fracasos– de la Sociedad de Naciones, y la estrategia de los padres fundadores de la Unión (Monnet, también Schumann, de Gasperi i Adennauer, entre otros) de utilizar la cooperación de carácter técnico como primera fase de un proceso cuyo objetivo tenía que ser la integración económica y política.
De hecho, fue también en el marco de la Sociedad de Naciones que Aristide Briand –ministro de asuntos exteriores de Francia– hizo la que seguramente fue la apuesta más seria por unos "Estados Unidos de Europa" durante el periodo de entreguerras, en septiembre de 1929, un mes antes del inesperado crack que acabaría arrastrando precisamente el viejo continente a uno de los periodos más oscuros de su historia reciente. En su plan, Briand ya apostaba por una primera fase de integración económica previa a la política.
Sea como fuere, la experiencia de Monnet en la Sociedad de Naciones, y la experiencia de la institución por sí misma -también de sus errores- a buen seguro que le serían útiles en su etapa europea. Lo que desconocemos es si Barcelona o el Palau de la Generalitat también le sirvieron, o no, de inspiración.