No recuerdo haber coincidido nunca con Joan Baptista Culla, el historiador y articulista que acaba de morir, sin verlo vestido de punta en blanco. Era elegante, sin imponer. Me viene en mente la imagen de sus americanas de espiguilla, de lana gruesa, y las camisas de sastre con cuadros de color Vichy azul. La estilográfica Montblanc falcada en el bolsillo superior de la americana, como también la llevaba el cantante italiano Franco Battiato (1945-2021). Vestido así, Culla parecía un profesor de Oxford, en especial si lo comparamos con el informalismo habitual de los ambientes universitarios. En los años sesenta, incluso los estudiantes acudían a clase vestidos con corbata, como se puede constatar, por ejemplo, en las fotografías de la Caputxinada. Culla era, por lo menos en este sentido, una especie en extinción. Mientras era estudiante, y cuando nadie ya no se vestía de esa forma, circulaba por los pasillos de Mercantiles, donde durante unos años se impartieron los estudios de historia, con americana y corbata. La imagen de Culla encajaba mucho más en una de aquellas cenas solemnes de los colleges británicos, donde debe seguirse un protocolo muy estricto y los invitados tienen que vestir de etiqueta. Hoy en día, el ritual sigue siendo una señal de distinción y de poder. Las personas que lo saben apreciar mejor son, precisamente, las que han nacido en ambientes populares, como Culla. Nació en Barcelona el 5 de septiembre de 1952, y, por tanto, pertenecía a la “generación de posguerra” (la de los nacidos entre 1940 y 1960), según una clasificación de Oriol Bartomeus que Culla adoptó.
Los padres de Culla eran trabajadores de fábrica, se conocieron cuando ambos trabajaban en la Hispano Olivetti, la empresa piamontesa que se instaló en Catalunya en 1929 en el barrio del Poblenou, y que en 1942 inauguró el portentoso edificio, que era casi una ciudad, de la plaza de las Glòries. Culla provenía de la clase obrera catalana, empapada de una catalanidad a prueba de la castellanización obligatoria impuesta por el franquismo: “A cinco minutos de la Hispano Olivetti, todo el mundo hablaba catalán”, decía Culla, que es lo mismo que me contaba otro historiador, el maestro Josep Termes (1936-2011), acérrimo defensor de la importancia de la catalanidad obrera para entender la Catalunya contemporánea. Culla no acudió a las grandes escuelas privadas donde estudiaban los retoños de la pequeña y gran burguesía del país, el Liceo Francés o los Jesuitas. Se formó en la Salle Condal, situada justo enfrente del Palau de la Música, y en la Academia Peñalver, con sede en la via Laietana 59, un poco por debajo de la plaza Urquinaona. Las dos escuelas estaban en el mismo barrio. Él fue el primer universitario de la familia. Inauguró una tradición intelectual que no provenía “ni del sardanismo, ni del escultismo, ni de la maestría de Raimon Galí”, pero tampoco de la burguesía, cuyos hijos, además de crecer en escuelas para la élite, se afiliaron a Bandera Roja o al PSUC. La tradición universitaria de la familia Culla i Clarà se acabará con él, porque Joan no tuvo hijos con su querida Imma Cervià, con quien se casó en 1990.
Culla provenía de la clase obrera catalana, empapada de una catalanidad a prueba de la castellanización obligatoria impuesta por el franquismo
Pasados los años, Culla coincidió con algunos de estos hijos de la Barcelona acomodada en la Fundación ACTA, que él impulsó y presidió, teniendo como secretario al profesor de Ciencias Políticas y comentarista de política internacional, Jaume Colomer (1952-2001), otro “desplazado” en los ambientes académicos “rigoristas”, a pesar de haber sido discípulo de Jordi Solé Tura (1930-2009). Espoleados por el conseller de cultura Max Cahner (1936-2013), ACTA fue hija directa de unas jornadas, “El nacionalisme català a la fi del segle XX”, celebradas en Vic, en Elx, y en Palma, en 1987. Además de Culla y Colomer, también formaron parte de esta entidad, que se presentó como alternativa a la intelectualidad social-maragalliana, pero también al esencialismo patriótico del nacionalismo, un buen grupo de periodistas, escritores y profesores universitarios. Sin poder mencionarlos a todos, entre los miembros de ACTA destacaban Albert Viladot (1954-1993), antiguo militante de Bandera Roja y entonces director del Avui; el intelectual orgánico de CDC, Vicenç Villatoro (1957), además de Pilar Rahola (1958), que todavía no había dado el salto a ERC después de flirtear con la CNT, Imma Tubella (1953), que llegaría a ser rectora de la UOC, los comunicólogos Josep Gifreu (1954) y Oleguer Sarsanedas (1950), el traficante de ideas Vicenç Altaió (1954), el historiador Josep Maria Solé i Sabaté (1950), e incluso el poeta Pere Gimferrer (1945), etc. Al cabo de un tiempo se añadieron jóvenes periodistas y profesores como por ejemplo Francesc-Marc Álvaro (1967), Marçal Sintes (1967), Ferran Sáez (1964), Àngel Castiñeira (1958) o Vinyet Panyella (1954). ACTA, además, rivalizaba con los “proveedores oficiales del pujolismo en materia de doctrina”: Jaume Lorés (1935-2002), Baltasar Porcel (1937-2009) y Xavier Bru de Sala (1952). La batalla de las ideas estaba servida y Culla no fue jamás un hombre que rehuyera el debate. Al contrario, sin alterarse demasiado, Culla gastaba una corrosiva ironía para acompañar sus argumentos.
En 2019, Culla publicó el libro de memorias La història viscuda (Pòrtic) y en el mismo prólogo justificaba la razón, más allá de que ya conociera la crudeza de la enfermedad que le cercenaba, por una constatación vital: “la de sentirme un hombre del siglo XX cada vez más dépaysé a medida que avanza el siglo XXI”. A pesar de que mantenía su actividad pública, con artículos e intervenciones en los medios audiovisuales, Culla estaba mal adaptado a un siglo XXI que se caracteriza por la banalidad de muchas cosas. En el siglo de las redes sociales, de las “redacciones integradas”, de la necesidad compulsiva de los alumnos de enmendar los conocimientos de los profesores con las obsesiones ideológicas (terraplanistas, nacionalistas o comunistas), Culla ya no era de este mundo. Por eso se acomodó poco o mal al proceso independentista. Él era de la época de los “grandes hombres” del autonomismo, especialmente de Josep Tarradellas (1899-1988) y Jordi Pujol (1930), personajes que vestían como él y tenían, más o menos, los mismos referentes políticos e intelectuales.
Culla era consciente, al menos en los últimos tiempos, que su tiempo había pasado. Puedo entender esa sensación, porque he visto un montón de colegas que a los sesenta años se les da por amortizados. La descapitalización intelectual de las universidades catalanas, cuando menos en la vertiente humanística, es tan brutal que se tardará años en enderezar el desastre que se ha creado con un sistema universitario hinchado y pobre económicamente. Culla no fue nunca profesor de la Facultat d'Història de la UAB. Impartió docencia en la Facultat de Comunicació “desplazado” por, digámoslo claro, prejuicios ideológicos. Demasiado “convergente” en un contexto dominado por el marxismo. La universidad catalana bajo el franquismo era poco o nada liberal, pero no tan solo porque camparan a sus anchas los falangistas, sino porque la generación sesentista, izquierdista ideológicamente, resultó ser muy intransigente y sectaria. Un futuro profesor oxfordiano, ahí, encajaba mal.
Pero, aun así, a Culla no le fue mal, porque ha sido profesor de un montón de periodistas, que se añadieron a los contactos que hizo en el patio de letras de la mano de quien sería un buen amigo, Miguel Ángel Bastenier (1940-2017), futuro director del extinguido y mitificado diario Tele/eXpress (1977-1979) y subdirector de El Periódico (1979-1982). Esto permitió a Culla ser uno de los historiadores más mediáticos. Escribía columnas en muchos medios y colaboró con varias televisiones, a la manera de los historiadores George Duby (1919-1996) y Simon Schama (1945) que también supieron hacer uso del medio televisivo en Francia y el Reino Unido. Culla fue asesor en los programas de historia contemporánea Memòria popular, del circuito catalán de TVE, de 1980 a 1982, y fue director y presentador del programa Segle XX, de Televisió de Catalunya, de 1991 a 2013, para divulgar el conocimiento histórico y ligarlo con la actualidad. Culla, un hombre con carácter, pro-judío en un país donde la mayoría de los intelectuales son pro-palestinos, tenía una visión muy panorámica de la historia, lo que le permitía poner distancia con las controversias, pero al mismo tiempo no permitía que nadie osara censurarlo. En 2017 dejó de colaborar con el diario El País, después de treinta años de colaboración, por la censura ideológica que se le aplicó, a pesar de que él en aquel tiempo era muy escéptico con el Procés: “Se me ha aplicado censura ideológica —declaró a Gemma Aguilera. La misma censura que le han aplicado al compañero de columnas Francesc Serés [1972], que también ha abandonado el diario esta semana. Ahora ya se han quitado de encima cualquier opinión disonante. La limpieza ideológica ya es total”. La Vanguardia acabaría haciendo lo mismo con otros articulistas.
Culla, un hombre con carácter, pro-judío en un país donde la mayoría de los intelectuales son pro-palestinos, tenía una visión muy panorámica de la historia pero no permitía que nadie osara censurarlo
Si vitalmente Culla era un “señor” de los de antes, como historiador también era así. Como ocurre a menudo, las mejores obras de los buenos historiadores son las de los inicios y las del final de su carrera, cuando ya no tienen necesidad de demostrar nada. Las tesis doctorales, las que se elaboraban a copia de mucho trabajo de archivo, eran importantes. Permitían asear el cerebro y determinaban el futuro de quien quería hacer carrera académica. Culla presentó una tesis monumental, dirigida por Josep Termes, posteriormente transformada en un libro publicado por Curial en 1986: Republicanisme lerrouxista a Catalunya (1901-1923). La investigación de Culla se convertiría en canónica. Hasta que no publicó la biografía de Alejandro Lerroux (1864-1949) en 2012, elaborada por el historiador aranés, residente a Madrid, José Álvarez Junco (1942), ningún otro investigador había abordado el fenómeno del lerrouxismo, un movimiento popular de izquierda que ha condicionado la historia de Catalunya tanto como el catalanismo, en las dos versiones, conservadora y progresista. De hecho, el lerrouxismo ha sido su reverso. La imagen que dio Culla de Lerroux era mucho más profunda y matizada que la simplista que difundió la FAES en 2019 —y que Culla criticó en un artículo en el diario Ara— con el libro Lerroux, la República liberal, cuyo autor es Roberto Villa García (1978), profesor de la Universidad Rey Juan Carlos. A diferencia del franquismo, la derecha reaccionaria española perdonó a Lerroux todos los excesos revolucionarios anteriores a 1930, año en que el llamado “Emperador del Paralelo” se instaló en los postulados del centroderecha anticatalanista: “La FAES se lo perdona todo, a Lerroux, —escribió entonces Culla— a cambio de utilizarlo como referente en la defensa de la unidad de España”. Los antiguos izquierdistas que crearon Ciudadanos hicieron lo mismo.
La obra historiográfica de Culla es mucho más amplia. Escribió las historias de UDC y de ERC, publicadas en 2002 y en 2013, respectivamente, y en 2001 coordinó un volumen dedicado a CDC. También colaboró al menos en tres obras colectivas que todavía hoy en día son de una gran utilidad: Les eleccions generals a Catalunya de 1901 a 1923 (1982), El franquisme i la transició democràtica (1939-1988) (1989) y Diccionari dels partits polítics de Catalunya. Segle XX (2000). El último libro publicado por Culla, El tsunami. Com i per què el sistema de partits català ha esdevingut irreconeixible (2017), es, como su título indica, un análisis sobre por qué el proceso independentista había cambiado la “normalidad” de la partidocracia del régimen autonómico. Si todavía estuviera entre nosotros, estoy seguro de que Culla nos habría regalado otro buen ensayo sobre el postprocés y las transformaciones mentales, políticas y partidistas que ha generado. Joan B. Culla era un historiador que, con la misma profesionalidad que escribió libros, llegó a ser el “profesor particular” de la infanta Cristina cuando esta aterrizó en Barcelona y la pusieron a “trabajar” en la Fundación La Caixa y en el Centre UNESCO de Catalunya. Su director, Fèlix Martí (1938), otro gentleman encorbatado, creyó que el encargo encajaba con la personalidad de Culla. Cumplió con flema oxfordiana, aunque ella no fuera una eminencia. El hijo de dos trabajadores de la Hispano Olivetti había alcanzado la cumbre de su vocación intelectual y profesoral, después de cuarenta y seis años de magisterio, sin necesidad de optar a ser catedrático.
Espero y deseo que la obra historiográfica de Joan B. Culla no caiga en el olvido. Mi esperanza es que los casi 10.000 alumnos que tuvo y que el 25 de mayo de este año llenaron hasta la bandera la Sala de Graus de la Facultat de Filosofia i Lletres de la UAB para asistir a su última clase magistral, preservarán su legado. Culla quiso despedirse de la universidad platicando sobre una de sus pasiones, Israel, con La qüestió de Palestina a l'ONU: el paper de les dues superpotències (1946-1948), a pesar de que los estragos de la enfermedad eran ya evidentes. De esta forma, concluía lo que ya había sintetizado en una obra del 2004, Israel, el somni i la tragèdia. Del sionisme al conflicte de Palestina, con la que se abrió en canal, con sabiduría y prejuicios. Un país alcanza su plenitud cuando, además de reivindicarse política y nacionalmente, también sabe incorporar a su tradición cultural a los grandes hombres y mujeres que han aportado algo en provecho de la comunidad.