La represión policial para arreglar el 1-O pone de manifiesto las debilidades del régimen vigente.
Por una parte, la constante afasia sistémica: ningún tipo de diálogo. Antes "ni quiero ni puedo"; ahora, con quien se coloca en la ilegalidad, no puede haber diálogo. Más ilegalidad que ETA no la ha habido nunca. Sin embargo, Aznar, en 1998, con Rajoy de ministro de Administraciones Públicas, empezó un diálogo con ETA, eufemística e interesadamente denominada Movimiento Vasco de Liberación Nacional. Entonces, una infantil tontería los hizo creer que pasarían a la historia como "los Pacificadores". Rememorando a un igualmente glorioso dirigente socialista, fueron los negociadores de la nada. Aprendida la lección, huyen de cualquier negociación, si no les da réditos, como gato escaldado. Con lo que están más cómodos, indudablemente.
Así, mientras Catalunya dé réditos electorales, manifestados en el "¡a por ellos!", no habrá ninguna negociación. Y si, además, se puede aplastar, desmenuzar y pulverizar a los contrarios —desde los catalanes a los socialistas, pasando por encima de los pablistas—, ¡qué más se podría pedir! Esta es la primera señal de poca calidad democrática; diría más, es indicativo de interés democrático bajo mínimos.
Como no se tiene ninguna intención de negociar, la salida es la represión jurídica, vía judicial incluida, vía que empieza, afortunadamente, a torcerse, y la de la fuerza física. Aunque el recurso tradicional dentro de la endémica crisis Catalunya-España era la respuesta bélica, hoy no está ni puede estar en la agenda. En este nuevo contexto, queda la respuesta de la represión policial sin mesura ni proporción. Otra muestra inequívoca de bajísima calidad democrática. Eufemismo este de baja calidad democrática equivalente a hablar, en lugar de frío, de calor poco intenso.
No hace falta mencionar —porque son sobradamente difundidos— de los atentados a los derechos fundamentales cometidos por las fuerzas policiales estatales, singularmente contra la integridad física de los ciudadanos y sus derechos igualmente fundamentales, como son los de libertad ideológica, de expresión, de reunión o de manifestación. Parece, sin embargo, que se desatascan los canales ordinarios de protección judicial de estos derechos fundamentales, a pesar de las actuaciones de fiscales que, una vez más, en pleno delirio de afinación, demuestran que de independientes del Gobierno no tienen ni las ganas. Sonrojo produce la lectura de algunos de los escritos presentados ante los juzgados para conseguir impunidades intolerables de los ataques contra los derechos fundamentales como los mencionados.
La fuerza bruta desplegada a diestro y siniestro el domingo pasado, que ha sido reconocida incluso por algunos de los mismos agentes que participaron —y que el Rey, en su intimidador mensaje, radicalmente ajeno a su función arbitral y moderadora, ignoró— tiene su origen en tres factores.
El primero, es obvio, las órdenes recibidas. O se ordenó repartir estopa a porrillo, o se dejó carta libre a los mandos para hacerlo. Las dos alternativas hacen tambalearse la más simple noción de calidad democrática. De todos modos, poco cabe esperar en materia de calidad política del equipo gubernamental madrileño.
El segundo es un elemento pasado por alto. Según convenía, los agentes actuaban por orden judicial o por imperativo gubernativo. Las dos coberturas son excluyentes y la judicial es preferente sobre la segunda, como no puede ser de otra manera. Pero las declaraciones gubernamentales, desde las del delegado del Gobierno a las de sus propios miembros, culminadas por la aparición plasmática del inquilino de la Moncloa, manifestaban que la actuación era claramente de orden público y que el mandato judicial —que habría que señalar como sorprendentemente incorrecto con la ley en la mano— era solo una excusa de cobertura: excusa para desahogarse en el uso ilegal, por innecesario y desproporcionado, de la compulsión física sobre las personas, es decir, de la fuerza. Esta manipulación constituye otra grosera muestra de ínfima calidad democrática. Esconderse bajo las togas y rehuir la responsabilidad jurídica y política por los excesos policiales.
Un tercer orden de factores hace referencia a una policía mal formada, mal informada y mal dirigida. Recordaré siempre con profunda tristeza cuando, a pesar de haber sido encargado por el Ministerio del Interior, se hibernó el libro de Juan Luis Paniagua y Francisco Gutiérrez, La Constitución y la función policial, Barcelona, 1984. Anécdota simbólica que fue el final del intento de hacer una revisión en profundidad de la doctrina policial en España. Era el momento, recién llegado el PSOE al poder, de ponerse manos a la obra. Se prefirió trampear, no tener líos y... tener suerte. Se pactó con los continuadores del franquismo en la policía, se llevó a cabo un maquillaje, ocasionalmente con alguna meritoria cosa más, pero el autoritarismo policial persistió. Con estas condiciones, poca calidad democrática, que perdura hasta hoy.
Si a esta superficial formación democrática se añade un pésimo sistema de información —el desconocimiento policial de dónde estaban las urnas es mucho más que clamoroso—, la frustración aumenta y se dispara el mal comportamiento, adobado por la perplejidad de los mandos. Mal comportamiento que, para los cuerpos de seguridad, si no se pone en marcha la depuración de responsabilidades adecuada, genera impunidad y pactos non sanctus entre políticos nada escrupulosos y mandos policiales. Nuevo motivo para calificar la calidad democrática como indigna de tal nombre.
Hablaba, al inicio, de que el estado actual de cosas durará mientras el PP obtenga réditos electorales. Precisión: o hasta que el primo o prima de Zumosol los obligue a sentarse a una mesa para llevar a cabo un verdadero diálogo, que lleve a una negociación y se encuentre una solución al conflicto.