Es totalmente lógico lamentar la muerte de alguien que has apreciado y con quien has compartido momentos de tu vida. Y más normal, humano diría, el acompañamiento de los suyos. Pero eso es compatible con ser crítico con el balance de sus acciones durante los años. Es más, creo que, conociendo al personaje, puedo decir que no le complacía que lo adularan.
Alfredo Pérez Rubalcaba, más conocido por simplemente Rubalcaba, ha hecho todos los papeles en el PSOE y en las instituciones del Estado. Un maestro en la gestión del poder. Del felipismo al zapaterismo, Rubalcaba ha hecho de calderero, soldado, sastre y espía, parafraseando el título de John le Carré. Siempre con una idea clara: la máquina del Estado tiene que funcionar y siempre bajo una óptica puramente jacobina. Alguien ha dicho alguna vez que Rubalcaba tenía sed de poder, que esta ansia para alcanzarlo era el carburante de su motor vital. Yo no lo he visto nunca así. Rubalcaba era un jacobino. De unas ideas iniciales progresistas bastante sólidas pero que al final, como muchos otros correligionarios suyos, su meta ya no fue el socialismo y la justicia social, sino el fortalecimiento del estado español.
Detrás del talante conciliador y tolerante había una inteligencia demoledora puesta al servicio de los intereses de estado
En la reforma del Estatut de Catalunya Rubalcaba fue clave para entender los tumbos que aquel proceso llevó. Sin él no se entendería una estrategia tan inteligente, en la cual el PP se llevó todo el desgaste en Catalunya del recorte, a fe de Dios que los de Rajoy se implicaron en ello, y el PSOE y Zapatero salieron ilesos. Buena parte de los recortes y callejones sin salida para las fuerzas políticas catalanas que se abrieron en la negociación llevaban su sello. Incluso algunas revueltas de altos funcionarios españoles contra algunas supuestas cesiones en la negociación tenían su sello. Él esperaba pacientemente que el PP, el diario El Mundo o el ABC sacudieran el árbol y él recogía las nueces para Zapatero y el PSOE. Hábil negociador, criado en la dura federación madrileña del PSOE, pronto desarrolló un olfato único para detectar las debilidades y los puntos críticos del adversario. Era de buen talante, agradable, irónico y divertido en las formas. Seguramente el único punto de conexión con los catalanes era la ironía. La ironía es un material escaso en la llanura castellana. Agradable y dialogante, pero difícilmente mantenía la palabra si a él no le convenía.
Con él muere una manera educada de hacer política, un gran orador que nunca tuvo un insulto para sus adversarios. Detrás de este talante a priori conciliador y tolerante había una inteligencia demoledora puesta al servicio de los intereses de estado. Y eso, como bien sabemos, a menudo, para no decir siempre, choca con los intereses de la sociedad catalana. Bien que lo sufrimos entonces. Bien que lo sufrimos ahora.
Una anécdota que ilustra la osadía del personaje. En plena discusión de la reforma del Estatut, irrumpió el intento de OPA de la compañía catalana Gas Natural a la eléctrica Endesa. Rubalcaba me llamó, era un viernes por la tarde, y aprovechando el relajamiento de esas horas, intentó convencerme de que el éxito de aquella operación tenía que ir a cambio de la reforma del Estatut. “¡Joan, esto vale medio Estatuto!”, decía con rotundidad. Mi respuesta fue sarcástica. “Alfredo, no me hables del capital que lo nuestro es el socialismo”. Después apareció Manuel Pizarro blandiendo una Constitución para reventar la operación. Casi al mismo tiempo vino el recorte del Estatut y años más tarde la estocada final del Tribunal Constitucional. Ni OPA ni Estatut. Un éxito del centralismo. Un éxito de la España jacobina. Un éxito de los servidores del Estado. Un éxito, también, de Rubalcaba.