Hoy hace 10 años del 15-M. Aunque diez años es un período corto y más si es contemporáneo, algún balance es necesario hacer. El más chillón es su fracaso institucional, singularmente su líder más visible, Pablo Iglesias, autodefenestrado hace unas pocas fechas.
Sin embargo, el movimiento del 15-M, debido a un exceso de retórica y prepotencia, no ha alcanzado su meta: no ha tocado el cielo; es más, diría que ni lo ha rozado. A pesar de las posibles aspiraciones personales del heterogéneo grupo inicial, su diversa procedencia geográfica, ideológica y profesional (¿Qué tenían que ver Irene Montero, Ada Colau o Manuela Carmena?), el grupo fundador tenía claro que la política institucional no les interesaba. Es más, la política institucional era concebida como uno de los males del Régimen del 78: era etiquetada como la casta. Y sus seguidores de base, los que acampaban, se manifestaban y redactaban manifiestos, tampoco tenían. Cuando se viene a cambiar el mundo, las instituciones no solo no importan, sino que constituyen los obstáculos naturales a superar.
Cuando se viene a cambiar el mundo, las instituciones no solo no importan, sino que constituyen los obstáculos naturales a superar
La Historia, incluso la más próxima, no va rápida. Para nada. Es un auténtico trampantojo la aparente velocidad en la que creemos vivir. Twitter, a pesar de las apariencias, no hace la vida más rápida. Y las redes sociales no reflejan ni la vida ni el mundo. Ni, aunque parezca lo contrario, son medios universales ni inciden más allá de histerias instantáneas.
De forma análoga a lo que pasó en el 68, los movimientos de protesta —la contestación se llamaba entonces— fortalecieron las instituciones, por tocadas que se encontraran, pero cambiaron la forma de hacer política. Ni Willy Brandt se hubiera podido convertir en canciller federal durante cuatro años y medio, ni Mitterrand —ahora hace precisamente, 40 años— hubiera llegado al Elíseo. Ni se hubiera llevado a cabo la Ostpolitik, no solo en Alemania, ni hubiera caído el Muro de Berlín ni con él, a los dos lados, hubiera colapsado la faramalla del socialismo real. Ni d’Alema hubiera alcanzado la presidencia del consejo de ministros, ni Georgio Napolitano la presidencia de la república. También es cierto que una lacra del 68 fue el terrorismo, especialmente en Alemania e Italia; el español tenía otras, digamos, raíces vernáculas.
Otras importantes consecuencias del 68 serían el feminismo, la revolución sexual, el ecologismo, el pacifismo, el igualitarismo y la prosecución incansable de los derechos humanos. Las estructuras en el primero y en el segundo mundo se repusieron literalmente: soltaron lastre e incorporaron savia nueva. El mundo siguió siendo capitalista, pero con nuevos límites y nuevas perspectivas.
Hasta que llegó el neoliberalismo. O lo que es lo mismo, la derecha sin complejos. “¡Fuera límites!”, se proclamó. Todo valía para hacerse rico, que como hemos comprobado en nuestras carnes, no es lo mismo que crear riqueza. Los derechos humanos, los laborales, el feminismo, el ecologismo y tantas otras cosas sobraban. Y la izquierda tradicional, acomodada al sistema, se deshizo claramente a partir de la segunda mitad de los años noventa, como uno terrón de azúcar en agua. Y el agua azucarada, como sabe todo el mundo que la ha probado, es un producto inaceptable. La izquierda socialdemócrata desaparece. La llamada impropiamente comunista, se hundió con el 68.
Con este panorama en frente surge el movimiento de los Indignados como consecuencia de la crisis global del 2008. Ante el frenesí recortador de los restos del naufragio socialdemócrata (recordad: “rebajar impuestos es de izquierdas” dijo Zapatero), la inmensa mayoría de la sociedad quedó desprotegida.
En mayor o menor medida, los Indignados, desde de Occupy Wall Street hasta los fundadores Syriza, que sí que llegaron al poder y ya conocieron el paño, cruzaron el mundo. En España se consolidaron en Podemos, con la excepción de Catalunya donde, en paralelo, el independentismo empezaba a ser transversal y a revolcar la política tradicional en nuestra casa y en España.
la filosofía de base de los indignados, es decir, querer una democracia para todos y sustentable bajo todos los puntos de vista, ha venido para quedarse. La herencia será de todos.
Los prePodemos rechazan la institucionalidad de los partidos, incluso de los llamados de izquierdas y del Partido Comunista. Memorable el abucheo con el que fue obsequiado Cayo Lara en la Puerta del Sol. Aunque unos cuantos miembros del núcleo duro de lo que sería Podemos o de sus fundadores provenían o habían militado en el PC, en sus juventudes o en Iniciativa; la Nueva Política —tal era su autodenominación— no quería saber nada de ellos.
Cosas de la vida. En la actualidad gobierna España una coalición de PSOE y Unidas-Podemos, con dos ministros que son miembros del Partido Comunista: la vicepresidenta Yolanda Díaz y el ministro de Consumo, Alberto Garzón. Ignorar que el ser humano es contradictorio y que la vida —la política también— es un fluido de contradicciones, lleva a donde lleva: la ignorancia y la arrogancia pasan factura a los que no se dan cuenta de cómo funciona el mundo.
Pero con estos costes personales, a los que los genuinos canallescos no han sido ajenos, la Nueva Política no desaparecerá. Seguramente vendrá un tsunami doloroso de la extrema derecha, pero la filosofía de base de los indignados, es decir, querer una democracia para todos y sustentable bajo todos los puntos de vista, ha venido para quedarse. La herencia será de todos.