La política doméstica, tanto la española como la catalana, está viviendo una semana o, si se quiere, apenas una quincena, de lo más desconcertante. No será porque los dirigentes no hayan ofrecido suficientes pruebas de capacidad de sorprender. La catalana se puede resumir en que ha asumido el nivel de política 3.0: sólo es necesario un tuit para desatar todos los infiernos en una generosa y amplia muestra de festival de fuego amigo. Aunque nos tiene acostumbrados a estas vernáculas expansiones, hay que reconocer que se están alcanzando hitos singulares.
En cambio, la política española parecía más dotada. Y más después de la ordenada y pacífica sucesión de liderazgo en el PP: carismático como pocos quien nos deja, dotado cosmopolita quien está a punto de llegar después de una limpia pugna con ningún oponente. Por su parte, Pedro Sánchez, fino estilista, nos tenía acostumbrados a una política verbal, gramaticalmente bien construida, con toques de humo.
Pero después del susto de la mayoría por error de la reforma laboral ―¡qué manera algunos de ampliar la base!―, parece como si el premier hubiera quedado noqueado. Está más callado, un tanto más viajero, quizás para tomar aires, y tan desconocido que incluso Mario Draghi se dirige a él como Antonio.
Sánchez tiene un problema, que lo tenemos todos, pero él y su gente lo tienen que resolver. No es ―aunque lo sea― el precio de la luz; no es ―aunque lo sea― el precio de los carburantes―; no es ―aunque lo sea― la falta de renovación del campo; no es ―aunque lo sea― la huelga de los transportes; no es ―aunque lo sea― la de los pescadores; no es ―aunque lo sea― el escándalo en el cambio de política sobre el Sáhara; no es...
Que un sector social proteste es tan natural como legítimo. La cosa empieza a preocupar cuando son muchos los sectores, algunos muy estratégicos, que protestan a la vez. Es preocupante esta coincidencia
Todo esto y más es lo que tiene cabizbajo al presidente, o así lo tendría que tener. Que un sector social proteste es tan natural como legítimo, aunque sea una huelga patronal ―un oxímoron― como la del transporte por carretera. La cosa empieza a preocupar cuando son muchos los sectores, algunos muy estratégicos, que protestan a la vez. Es preocupante esta coincidencia y que pueda estar impulsada, ni que sea en parte, cuando no aplaudida, por determinantes partidos que solo con el caos se sienten realizados.
Sin embargo, lo que realmente es preocupante es que todas las cuentas estén enhebradas y formen el rosario que ahorcaría irremisiblemente a cualquier gobierno. Porque todas estas cuentas están hechas de la peor materia de la que pueden estar hechas para la supervivencia de un gobierno, de cualquier gobierno: el ahogo de las clases medias, especialmente de las que han descendido en el ascensor social.
Desde el 2008 el país se ha empobrecido. Pocos de los integrantes de las clases medias ganan lo mismo o más de lo que ganaban en 2008. Por primera vez en la historia, los padres ganan más que los hijos. Por primera vez en la historia reciente, la brecha de desigualdad ―de la cual España es campeona en la OCDE― no para de aumentar en lugar de decrecer. Desde el 2008, del malestar social, pacientemente soportado, no nos hemos podido librar: crisis bancaria y especulativa, una llamada recuperación que empobreció brutalmente a los trabajadores, volvieron a aparecer trabajadores pobres, pandemia ―todavía no acabada― y ahora, de repente, la guerra criminal de Putin, sin contar con una altísima inflación ―el impuesto de los pobres― que no se disipará fácilmente.
Este escenario, al cual el gobierno actual poco ha contribuido, ya que tiene un alcance global, es la bola negra a la que todos los gobernantes tienen miedo. Un adelanto lo tuvieron, en Francia, con los chalecos amarillos, parados por la pandemia [NOTA: Más de 6 millones de muertos en el mundo, más de 102.000 en España, de los cuales casi 19.000 eran catalanes].
La pandemia y quizás la guerra han dado una prórroga al malestar general, la malaise, pero en ningún caso lo han borrado. La más mínima chispa puede encender el polvorín sobre el cual se asienta la actual deficiente gobernanza en Occidente, deficiente porque actúa como si se enterara de los acontecimientos por las noticias de la mañana.
Por eso la pregunta del título: ¿hay alguien ahí?