La baraka, en la tradición islámica, es una especie de carisma o bendición salvadora inspirada por Dios. Es una versión mística de tener una flor en aquel sitio. Después de todo, la baraka no es fruto del trabajo o del esfuerzo. Más bien, es el azar que se presenta o se va, sin embargo, de forma inesperada. La buena suerte crea hábito y sensación de normalidad. Error. Desaparecida, todo parece oscuro, inalcanzable, casi abominable.
Sánchez, Pedro, es un hombre con baraka. O mejor dicho: ha sido hasta hace nada un hombre con baraka. Se labró la fama de resiliente, una cierta coherencia con el no es no a Rajoy, que la traición de sus compañeros —ahora algunos sorprendentemente recuperados— catalizó. Más: sin esperarlo nadie, se encontró con que la idea, la ocurrencia decían, de Pablo Iglesias —huérfano genérico de baraka— de la moción de censura fructificó, y de sopetón tenemos a Sánchez presidente del gobierno, ganando dos elecciones seguidas, la segunda motivada por la némesis de la baraka, Albert Rivera.
Tener baraka es manifestar que aligarse con Unidas Podemos le quitaría el sueño, como a la gran mayoría de sus compatriotas, y a los seis meses, 48 horas después de las segundas elecciones forzadas por Rivera, el gobierno de coalición todavía vigente ya había arraigado. La recuperación económica, que duró poco, vino muy bien, a él y al país, y supo sacar de la pandemia unos buenos resultados de gestión, especialmente en materia de disciplina social, cobertura de la tasa de vacunación y paz social, gracias a la concertación entre la gran patronal y los sindicatos mayoritarios y la reforma laboral —por cierto, ¿dónde están los críticos que anunciaban catástrofes bíblicas inmediatas?—. Que el Tribunal Constitucional —excepción en el mundo occidental— se haya dedicado a tumbar los estados de alarma y la autorización judicial en materia de medidas restrictivas de derechos en situación de crisis sanitaria, no ha perjudicado a Sánchez, dado que la ciudadanía, mucho más capaz de captar los peligros de la realidad para su salud que los tribunales de las alturas, se ha tomado las irrazonables resoluciones a beneficio de inventario. El ingenio de la mesa de diálogo, nada cultivado por Madrid, dio algún resultado como los indultos, pero, al fin y al cabo, no ha estado ni en condiciones de alterar el menosprecio inversor a Catalunya.
El frágil barco de la sociedad española parece que no tenga un capitán al timón que sepa cómo y hacia dónde ir
Este panorama favorable, incluso dentro de un contexto adverso, parece que ha llegado a su fin. Ahora se diría que pintan bastos, que la baraka, como dirían en italiano, é partita. No llevamos todavía seis meses del 2022 y los acontecimientos negativos se han precipitado y no se ha dado, por exceso de confianza, error de cálculo o falta de reflejos, una respuesta adecuada, en algún caso, yendo a la raíz del problema, que en buena medida son prácticas monopolísticas. No ayuda tampoco un PP desvergonzado que, renovado su liderazgo, como lo único en lo que piensa es en volver al poder del que se sienten injustamente desposeídos, va de la mano de una ultraderecha más reaccionaria todavía que ellos mismos y sin ningún tipo de manías. Así son los que hablan de valores y de humanismo y no los ponen en el centro de la política.
Con esta parte de la pinza más feroz que nunca, porque, acertadamente o no, ve el poder al alcance de la mano; el otro brazo, el de la realidad, se le ha vuelto en contra y el frágil barco de la sociedad española parece que no tenga un capitán al timón que sepa cómo y hacia dónde ir. Porque el carácter, el político también, se demuestra cuando las cosas se ponen feas y uno se juega, como responsable que es, el destino de los demás.
Varios son los elementos que parece que han cogido a Sánchez por sorpresa. Por un lado, la subida de los costes, derivados esencialmente de la energía y de los productos básicos, causados por los encarecimientos que ha producido la invasión de Ucrania. Por el otro, tenemos una respuesta insultante —literalmente insultante— de los monopolios de la energía, especialmente de la eléctrica.
El tope al coste del gas destinado a la producción eléctrica parece que, como mucho, cuando llegue, será de un 15%. No hay coraje para someter el oligopolio eléctrico a unas mínimas reglas de mercado y de servicio público; es más, los beneficios caídos del cielo continuarán. No en balde sufrimos una de las electricidades más caras de Europa. El descuento de 20 céntimos por litro de carburante en las estaciones de servicio, dictado cuando repostar era inferior a 1,75 €/l, se ha quedado en nada cuando el precio supera los 2,10 €. Como los bonos sociales para los alquileres, de los que se benefician los propietarios, nos los inquilinos.
Otro factor relevante es la inflación galopante, la nominal y la subyacente, que pone la cesta de la compra por las nubes y se come a ojos vista los ahorros acumulados durante la pandemia. Si a eso le añadimos la crisis —parece ahora que medio reparada— con Argelia, un claro error no forzado —que además nos ha descubierto la clarividencia del ministro Albares—, otra vez el gas, todo ello hace que el panorama sea muy decepcionante y la confianza en la clase política vuelva a no levantar cabeza.
Parafraseando a Pepe Iglesias, el Zorro, de la baraka nunca más se supo.