El sábado, el Real Madrid se coronó por decimocuarta vez rey de la Europa futbolística. Por decimocuarta vez. Tiene el doble de copas que el siguiente equipo en el ranking, el Milan; casi tres veces más que el Barça, que tiene sólo cinco. No es una casualidad. Es una realidad. Y la última copa, la del sábado, la ha ganado sin hacer un solo fichaje en la temporada 21-22. Ni uno. ¿Cuántos lleva el Barça? ¿Cuánto dinero, a pesar de su ruina económica, ha gastado —no invertido— en reforzar uno de los conjuntos blaugrana más vulgares que se recuerdan?

Se dice, se ha dicho una y mil veces, que el Real Madrid gana los partidos en los despachos y que tiene mucha suerte. Si planificar bien los equipos, en el que no hay ninguna figura, ninguna figura, comparable a las del fiasco del glamur de faramalla que acabó con la etapa anterior de Florentino Pérez, si planificar bien, digo, es política de despachos, bienvenida sea.

Y la suerte. ¡Ah, la suerte! Sólo este año, en Champions, ciertamente se ganó muy ajustadamente al PSG, al Chelsea o al Manchester City. Ciertamente, o no. Ciertamente, se remontó. Y se remontó en la parte final de los encuentros. Cuando un patrón se repite, no es suerte: es una constante. La constante es que por poco que apriete el Madrid y meta un gol, los contrarios, sembrados de figuras que superan individualmente, salvo Courtois y Modrić —eso dicen—, a las del Madrid, empiezan a tambalear. O dicho de forma más sencilla: el Madrid les come la moral. Comer la moral al contrario, sabiendo que se la comes si te lo propones, no es un arma mala. Al revés: resulta muy eficaz.

Pero, claro, ahora lo recuerdo: el Madrid juega mal. Será eso la fuente de sus éxitos; ¿jugar mal? Esto dicho desde Barcelona suena a tiro al pie, incluso a amargo sarcasmo, ya que no es que no sea adecuado el adverbio, es que el verbo ya resulta dudoso. Como dijo una vez Paco Flores, uno de los hombres más sinceros y menos teatreros del mundo del fútbol, "quien quiera espectáculo, que vaya al circo".

No es la suerte, pues. No son los despachos, tampoco. Es el hambre de ganar, ganar y volver a ganar

En el deporte profesional lo que vale es ganar. Y si se gana jogando bonito, tanto mejor. Pero dudo de que haya un solo aficionado del Barça que no sacrificara un —desde hace tiempo inexistente— jogo bonito por Ligas y Champions. En resumen, si con un equipo sin figuras de relieve —salvo, reitero, de Courtois, el mejor portero del mundo hoy por hoy—, el Madrid es una máquina de ganar, una auténtica apisonadora, los despachos tienen mucho que ver; unos despachos conectados indisolublemente con el césped. Palco y verde con una sola voz y un solo criterio: ganar.

También ayuda que lo que hay en frente es puro humo y una masa social que si no se gana cada año el triplete —que no lo ha ganado nunca el Madrid—, tiene una moral frágil, que no aguanta el embate de la derrota —no siempre es ganar— y acepta palabras fáciles para resolver problemas complejísimos. Una vez más, el estado de las cosas no es fruto de la casualidad, sino del acierto o de la cadena de errores. Moral de victoria contra asados. Ya me dirán.

Cuando, por lo menos en los últimos tiempos, el Barça hacía el mejor fútbol del mundo y ganaba de forma insultante y con despliegue futbolístico envidiado por todo el mundo —por los del Madrid también—, el Madrid no tenía un mal equipo. Tenía, por ejemplo, a Cristiano. Él, sin embargo, tenía delante a Messi.

La diferencia reside en la falta de conexión entre palco y césped, el intervencionismo populista del palco y un equipo, un conjunto humano, sin ánimo, que cae y recae una y otra vez, sin ningún pudor ni ninguna voluntad de levantarse y que, a falta de otros argumentos, no sabe cabalgar sobre su rabia para remontar. En los últimos cuatro años hemos visto demasiados brazos caídos sobre el césped, demasiadas lágrimas de cocodrilo, demasiados falsos reconocimientos de culpas y demasiados arrepentimientos que se olvidaban a los treinta segundos. Sin autoestima, no te quiere nadie. Y llega un momento en que ni te compadecen.

Esta es la gran diferencia con el Madrid. El Barça ha sido grande —todos lo recordamos— cuando jugaba de maravilla y, al mismo tiempo, no daba una pelota por perdida y mordía al contrario hasta dejarlo extenuado.

En el Barça, esta moral de victoria, también cuando las cosas no van bien, no es una constante; al contrario, va y viene. En el Madrid siempre existe. No es la suerte, pues. No son los despachos, tampoco. Es el hambre de ganar, ganar y volver a ganar. Quien no lo entienda, no ha visto el palmarés.

¡Catorce!