Eso dicen las minorías que quieren imponer los voces valores —que entienden permanentes y universales— sobre el resto, olvidando que estamos en una sociedad con muy pocos consensos básicos y pluralmente moral. Uno de estos consensos básicos es el no hacer daño a los otros, nos recuerda la ética. Así pues, ya tenemos la primera pregunta y respuesta: ¿a quién hace daño la eutanasia? A nadie. Mejor dicho, sí. Perjudica si está penalizada a quién ayuda al postrado. Este es el caso, muy templado legalmente y prácticamente en nuestra casa.

El drama de la eutanasia radica en que una persona que está inmersa en graves padecimientos físicos o psíquicos, está tan minada en su capacidad de acción que ni siquiera puede suicidarse. Es más, si tuviera capacidad para hacerlo, su padecimiento no fuera tan grande ni grave y seguramente no querría quitarse la vida.

Además, la posición del ser humano en el mundo ha cambiado. En el mundo occidental, el protagonismo del hombre, tal como empezó a surgir con fuerza desde el Renacimiento en los siglos XV-XVI (y después también la mujer) desplaza a Dios como centro del mundo. Hemos transitado desde un universo teocéntrico en otro de antropocéntrico o, si quieren, personalista. Cada vez más este antropocentrismo se vuelve más individualista y el papel de la libertad personal tiene un resultado capital.

Eso quiere decir que el ser humano, mujer u hombre, interpela directamente al mundo sin intermediarios, que era Dios hasta entonces. La razón es el medio de acceso, de interpretación y transformación del mundo. Para abarcar estos hitos el ser humano, además, tiene que ser libre. Así podrá formular o adherirse a las diferentes cosmovisiones, que ya distan de ser una verdad revelada, permanente e inmutable.

Una de las consecuencias de la libertad es la capacidad de cuestionárselo todo, desde la razón de ser en este mundo a preguntarnos si podemos ser dueños de nuestras vidas. En este contexto laico y racional, el hombre es el dueño de su vida. Ya no es el administrador de una propiedad otorgada por los dioses y de la que, en definitiva, solo los dioses pueden disponer.

Una de las consecuencias de la libertad es la capacidad de cuestionárselo todo, desde la razón de ser en este mundo a preguntarnos si no podemos ser dueños de nuestras vidas

Antiguamente el dolor y el sufrimiento por el dolor eran los hechos que mantenían al ser humano en la creencia de la existencia de Dios. De sufrir porque sí, porque la vida es sufrimiento, saben mucho las mujeres —que sufren mucho todavía hoy— y los más desfavorecidos: los pobres.

Pero ni el sufrimiento cura las enfermedades —es un aviso, pero no una medicina— ni alivia el sufrimiento moral. Sino al contrario, nos hunde. Al mismo tiempo empieza todo: la debacle personal, es decir: la vida no merece ser vivida. Como dispongo de mi vida, no de la de los otros, no hago ningún daño y por lo tanto es totalmente lícito tanto el suicidio como la eutanasia. Sin ir más lejos, los constitucionalistas usurpadores de la Constitución tendrían que saber, si leen el artículo 1 de la Constitución, que un valor superior del ordenamiento jurídico es la libertad, tanto, que es el primero mencionado. La vida no figura en ningún sitio. Para reflexionar antes de hablar.

En una sociedad que no es monolítica, donde nadie es moralmente más que otro, nadie puede imponer pautas en el terreno del libre desarrollo personal —gracias al que se puede calificar de libre. A quién y cómo queremos amar, si queremos perpetuar la especie o no y, si es que sí, con quién y cómo, en qué queremos dedicar nuestra vida, con quién, cómo y hasta cuándo la queremos compartir. Todo un cúmulo de preguntas vitales sobre las cuales nadie, el Estado incluido, puede inmiscuirse legalmente.

En una sociedad que no es monolítica, donde nadie se moralmente más que otro, nadie puede imponer pautas en el terreno del libre desarrollo personal

Es extraño que los liberales, o ultraliberales incluso, en el terreno económico sean estatistas, y totalitarios en los aspectos morales. O no es, bien visto, tan extraño; pero eso son higos de otro pandero.

No resulta tan extraño que grupos, especialmente los grupos religiosos, ante la creciente pérdida de influencia en el mundo occidental, sobre todo en Europa, se resistan a perder uno de los últimos vestigios de poder efectivo: el poder sobre las conciencias de los ciudadanos, para ellos solo fieles, en el sentido literal del término. Los tiempos, por ejemplo, en que la Iglesia católica era el único miembro del G1 hace siglos que pasaron a la historia. Ahora, la Iglesia es un notable e importante grupo de pensamiento y de prescripción moral, pero que solo representa lo que representa, es decir, a los que son miembros. Por eso, más allá de los consensos sociales, no puede imponer penas divinas ni amenazar con estas a toda la sociedad. Eso, lógicamente, es extensible a todas las confesiones que, representando a todas las religiones monoteístas de la única religión verdadera, intentan conducir a toda la sociedad por sus caminos.

En definitiva, en una sociedad multimoral la eutanasia tiene que dejar de ser un delito. Como en su día lo dejó de ser el divorcio, el adulterio, o el aborto libremente decidido dentro de un concreto marco legal. Son reconocimientos jurídicos de libertades, no de obligaciones, que uno se quiera divorciar, ser infiel o abortar. Es libre de hacerlo. Nadie puede ser, sin embargo, obligado.

En este contexto, mantener el castigo, aunque esté en desuso y con penas en todo caso muy atenuadas sin ingreso en prisión, resulta incasable con el libre desarrollo de la personalidad. Se tiene que estar dispuesto a ser sancionado, también penalmente, para defender lo que se cree que son los propios valores. Lo que es democráticamente ilegítimo es tener que ir a prisión para que unos terceros vean, según dicen, afectados sus valores. Estos terceros podrán sentirse ofendidos, pero entre ser víctima real de un delito por la lesividad del comportamiento del autor a considerarse víctima hay una enorme distancia: la que hay entre imponer a los otros los criterios subjetivos y salvaguardar la salud y la paz social. En una comunidad plural estas se salvaguardan al desterrar las imposiciones minoritarias y al despenalizar los comportamientos que, como aquí, no trascienden del sujeto en cuestión. Hablo, claro está, en una sociedad democrática.

Una recomendación: https://www.eutanasia.cat/index.php/ca/.