Ciertamente, como decía la semana pasada, la justicia no puede contentar a todo el mundo. Resulta que sólo puede contentar a unos pocos. En momentos como los actuales, de crisis y transformación, la justicia despliega unos efectos formidables. Puede apuntalar el sistema, retrasar su caída o, si se quiere ser menos dramático, su transformación; o bien, puede contribuir a la producción de cambio, propiciando las vías hacia otro statu quo.
Se podría pensar que, si los jueces aplican férreamente las leyes del sistema que se quiere cambiar, este no cambiará. Como siempre, las respuestas generales y apriorísticas resultan falaces. Diría, sin embargo, cuando menos en este momento, que en España aplicar la ley sin aspavientos ni pretensiones salvíficas es claramente un impulso por los partidarios de un cambio en profundidad, sea cual sea este.
Pensemos en la corrupción. A pesar de todos los tejemanejes que los anteriores gobiernos estatales y sus satélites institucionales cultivaron, las condenas por corrupción se multiplican. Gürtel, Palma Arena, Millet, Emarsa, Orange Market... pronto, ERE en Andalucía; en el horizonte, Pujol y 3% en Catalunya...
No conviene olvidar una fecha singular. En el primer juicio por corrupción en la larguísima trama Gürtel, el jurado popular, los ciudadanos, absolvieron a Camps, ahora, por cierto, nuevamente encausado por otros presuntos delitos, relativos al derroche de la Fórmula 1 en València.
Tal ha sido la fuerza de la represión judicial de la corrupción que la sentencia del primer caso Gürtel de alcance prácticamente español ha provocado la caída del gobierno Rajoy, ha desatado el caos en el Partido Popular y generado las condiciones para un nuevo gobierno, ahora socialista, parece que débil, pero ajeno a la corrupción. Salvo los condenados y de quienes han sufrido los efectos de la condena, que tildan, cínicamente, persecución contra ellos, fruto de una conspiración de la que son víctimas inocentes, nadie ha criticado este rosario de castigos, que dista todavía mucho de haber acabado. Tampoco hay que olvidar la influencia nada despreciable en la abdicación del anterior rey, debido, en buena parte, a los problemas judiciales sufridos por su yerno, finalmente condenado y que podían haber escalado hacia auténticas alturas de vértigo.
En otro terreno, en el de los mal llamados delitos de odio, el viernes pasado se hizo pública una primordial decisión: el Tribunal Superior de Justícia de Catalunya, en una muy razonada y fundamentada resolución, inadmite a trámite la querella del ministerio fiscal por delitos de odio contra un diputado del Parlament de Catalunya, Ferran Civit. La fiscalía quería encausar al diputado de ERC por sus tuits nada elogiosos sobre la Policía Nacional, en relación a su actuación el 1-O y el tratamiento que según él merecía.
Ningún colectivo policial, de funcionarios o de personas con relevancia integran minorías secularmente desprotegidas y despreciadas
En el tsunami judicial que sufrimos en el enjuiciamiento de actos del procés y hechos colaterales, que los tribunales apliquen la ley, de tan positivo que es, podría resultar casi revolucionario.
Por una parte, unos órganos judiciales hablan de votaciones como levantamientos públicos y violentos, de sediciones por omisión, de rebeliones por subirse encima de un vehículo de la Guardia Civil o de malversaciones por dinero supuestamente gastado, pero que no constan gastados en ningún sitio ―eso entre los delitos más graves―.
Por el contrario, otros tribunales, y ya es la segunda vez en menos de 3 semanas, han recordado, como habían dicho antes, que los delitos de odio sólo tienen como sujeto pasivos, es decir, como víctimas, los que prevé el artículo 510 del Código Penal y no lo que quieren los operadores jurídicos dispuestos a hacer lo que entienden por justicia. Estas víctimas son un grupo, una parte del mismo o una persona determinada que se ven hostilizados por razón de su pertinencia a aquel, por motivos racistas, antisemitas u otros referentes a la ideología, religión o creencias, situación familiar, la pertinencia de sus miembros a una etnia, raza o nación, su origen nacional, su sexo, orientación o identidad sexual, por razones de género, enfermedad o discapacidad.
Obviamente, ningún colectivo policial, de funcionarios o de personas con relevancia integran minorías secularmente desprotegidas y despreciadas. Es más, estos sujetos integran parte del sistema, que dista bastante ―no sólo aquí― de haberse comportado dignamente hacia las minorías percibidas como multitud de entes extraños y, por lo tanto, nocivos. Irracionalidad, pero realidad.
Frecuentemente se da la culpa a las instancias gubernamentales de haber judicializado el conflicto catalán, por intentar solventarlo al margen de la política. Es cierto, pero no del todo. Si todos los jueces se hubieran limitado a aplicar la ley dentro de sus parámetros interpretativos convencionales, de acuerdo con el derecho fundamental del principio de legalidad, a buen seguro no estaríamos hoy donde estamos y como estamos. Aplicar, en cambio, la ley tal como está prevista y para lo que está prevista es lo que han hecho el Tribunal Superior de Catalunya y, unos días antes, la Audiencia de Lleida en el caso de los maestros de la Seu d'Urgell.
Los jueces que crean derecho y no se emplean a aplicarlo es el peor síntoma de la quiebra del sistema. Algunos, sin embargo, no han tirado todavía la toalla.