Le birlo al profesor Pérez Tapia, excandidato a la secretaría general del PSOE en el 2015, parte de mi título de su tuit del último día de febrero de este año:

Esta semana hemos asistido a la primera tanda de los 500 testigos que tendrán que declarar a lo largo de las próximas jornadas. Por razones, parece que de calendario, se ha querido que los testigos políticos, institucionales decían, declararan al inicio de este nuevo tercio procesal con el fin de alejar estas sesiones lo máximo posible de la inminente campaña electoral del 28-A.

Indudablemente, las estrellas han sido Rajoy, Sáenz de Santamaría i Zoido, por un lado, y Urkullu, como una especie de testigo de refutación, por el otro. El estrellato de los primeros ha venido no por la calidad de sus deposiciones, sino por las mentiras, medias verdades, renuencias, cobardías y otros alejamientos de la verdad que el más ciego percibe sin ningún tipo de esfuerzo. En lugar de ser acreedores de un Oscar de interpretación —el que ganan las estrellas—, de tanto que en sus interpretaciones de cartón piedra se les ha visto el plumero, son más bien candidatos a los Razzie, los anti-Oscar.

No es este ni el lugar ni el momento para despedazar sus manifestaciones delante de la sala segunda del Tribunal Supremo desde la perspectiva jurídica. Más bien pienso que hay que hacer algunas consideraciones desde una perspectiva política.

La primera tiene que ver con la poca seriedad que tiene en general la toma de juramento a los testigos. El testigo tiene que decir la verdad y, por eso, contravenir este deber lo coloca bajo pena de prisión. No se puede poner, como hacía Marchena, el mismo énfasis en pedir la edad al declarante —absurdo requisito legal decimonónico, y más cuando se le pide el carnet de identidad— que en advertirlo del deber constitucional de decir la verdad. Y tampoco se puede no prevenirlo punto por punto del alcance de su incumplimiento.

¿Podía alguien pensar seriamente que tres exmiembros del último gobierno del Partido Popular dirían la verdad?

Dicho esto, ¿podía alguien pensar seriamente que tres exmiembros del último gobierno del Partido Popular dirían la verdad? ¿Quién no pensaba que intentarían por todos el medios a su alcance escamotear la realidad, que serían sectarios, defendiendo solo su verdad? ¿Quién no pensaba que se escurrirían de todo lo que pudiera atraer sobre ellos alguna responsabilidad jurídico-penal o, simplemente, política? ¿Quién pensaba que no se escudarían en sus colaboradores y subordinados, tan cobardemente como han hecho siempre, sin dar la cara ni coger el toro por los cuernos, ahora bajo las ropas judiciales?

La única cuestión que podía ser objeto de apuesta era en qué minuto serían abatidos por las preguntas de las defensas. El aprieto que les sacara los colores, la falta de dignidad (en su jerga, de "vergüenza torera"), no parece que les quitara ni un segundo de sueño.

En todo caso, ¿qué se podía esperar de miembros del único gobierno de la Europa contemporánea que, devastado —él sí— por la corrupción, fue expulsado —"decapitado", en palabras de la exvicepresidenta— del poder mediante una moción de censura, en la que curiosamente solo obtuvieron el apoyo expresivo de los que decían que eran los adalides de la lucha contra la corrupción? De los judicialmente declarados corruptos y mucho antes por tales percibidos, ¿qué había que esperar? Una vez más, no han defraudado.

Hace falta una reflexión final. Nos podremos meter con el PP tanto como queramos; motivos para ello hay un montón y ninguno banal, todos gravísimos. Sin embargo, reanudemos el título birlado de hoy: el selfie, el autorretrato, no ya de la justicia española, sino del Estado español. La imagen no puede ser peor. Esta es la cuestión central, radical.

¿Por qué lo es? Para mí, por un puñado de razones que se pueden resumir en una pregunta, hoy por hoy, sin respuesta: el resto de la clase política española, que debe de haber presenciado lo que llevamos de juicio y muy especialmente las declaraciones de los anteriores cabecillas populares, no ha dicho ni pío, no ha formulado ninguna critica, no ha emitido censura alguna sobre la desvergüenza de este juicio y la guinda, hasta ahora, de Rajoy, Sáenz de Santamaría i Zoido. Este silencio vergonzoso es más complicidad que prudencia, es más corporativismo que renovación. O, dicho de otra forma, ni es prudente ni representa ningún tipo de renovación.

Dicha oposición tenía una ocasión de oro para desmarcarse de una tradición corrupta y antidemocrática de hacer política, pero prefiere el silencio y mantener el statu quo. Eso a las puertas de unas dobles elecciones. ¡Qué Estado les está quedando!

Tenemos suerte, por lo menos, de referentes como el profesor Juan Antonio Pérez Tapia.