Hoy votaremos. La votación es un buen momento para hacer un examen de conciencia, individual y colectivo.
En primero lugar, tenemos que cuestionarnos por qué hoy, 21-D, estamos donde estamos. Y cómo estamos. Para mí, y siento repetirme, las grandes causas que nos han llevado hasta aquí son dos. Por una parte, la ausencia secular y seguramente también futura de un grupo político hegemónico que lidere el soberanismo. El pujolismo no lo fue, como tampoco lo fue en su día la Lliga. Son partidos de obediencia autonomista, todo lo dilatado que se entienda el autonomismo, pero autonomista. La falta de este liderazgo se ha traducido, para decirlo muy educadamente, en tensiones entre los herederos de Convergència —transida por la corrupción— y ERC, con no pocas dudas en momentos decisivos.
El otro gran error ha sido creer en las buenas palabras de unos gobiernos europeos, maestros en cinismo tal como lo demuestra la historia desde 1701. Buenas palabras —incluso, quizás, sinceras— de parte de los interlocutores, pero sin ningún tipo de recorrido fuera del despacho donde tenían lugar los encuentros entre unos cándidos catalanes y los representantes de estados miembros de un club de estados. Club de estados, recordémoslo, en el cual los interlocutores no se querían someter a ninguna nueva sacudida en un momento de debilidad institucional como nunca se había conocido.
El otro brazo de la política de ir con el lirio en la mano fue no saber que el Estado —cualquier estado— no quiere ser desmembrado sin más, y que el sentimiento de españolidad se desataría. Así, una alianza de hierro entre políticos y funcionarios —primeros perjudicados por una eventual independencia de Catalunya— puso en marcha toda la maquinaria del Estado, sin descanso en finuras jurídicas, ya que se saben impunes para abortar el intento secesionista catalán. Ya no hace falta el ejército para mantener lo que el régimen entiende por la unidad de España. Creer que para irse sería suficiente con demostraciones populares en la calle, que sería suficiente con apelar a la democracia y practicarla, ha sido un error estratégico de primer orden. Fruto, probablemente y en buena parte, de marcarse los plazos en la magnitud del calendario y no de generaciones.
Creer que para irse sería suficiente con demostraciones populares en la calle, que sería suficiente con apelar a la democracia y practicarla, ha sido un error estratégico de primer orden
Y todo eso, debidamente aliñado con el desatamiento de la catalanofobia, en especial de la mano de los medios de comunicación que lo deben todo al Estado: tanto para que las deudas no pasen del papel, como para que las concesiones y ayudas públicas de todo tipo persistan. La España de la crisis, de la que todavía no ha salido, es una España triste, que ha perdido la vitalidad con que fue ejemplo mundial —cuando menos, eso decía la propaganda oficial. Las cuatro candidaturas olímpicas frustradas de Madrid o la desaparición de políticos de peso en los primeros cargos de la UE son una buena muestra.
Después del sueño de creerse rica, España es un país que ha reencontrado su sitio, lejos de la cabeza de la carrera, endeudado mucho más de lo que puede pagar, con un paro de dos dígitos e insondable entre los menores de 25 años. Y de este segmento, los que han podido huir lo han hecho al extranjero: España, en un negocio redondo, ha entregado a coste cero las generaciones más preparadas de su historia a las principales potencias económicas.
En este contexto, el nacionalismo español más rancio, debidamente instigado, se ha ablandado y ha encontrado la válvula de escape de toda la frustración en la catalanofobia más baja. De hecho, se dice que la nueva empresa española es reconquistar Catalunya.
A pesar de todo, eso solo será posible si se pierden las elecciones y las ganan los partidarios del 155, que aniquilarían la autonomía y llevarían a cabo una recentralización que haría que el recuerdo de las diputaciones fuera un sueño federal. Se apoderarían del Govern de la Generalitat por primera vez en la historia.
En este contexto, el nacionalismo español más rancio, debidamente instigado, se ha ablandado y ha encontrado la válvula de escape de toda la frustración en la catalanofobia más baja
La única forma democrática para que esto no pase, a pesar de la desigualdad con que se juega la contienda electoral y las múltiples mordazas impuestas, es que el mensaje del 155 no cale en los electores.
Cómo tiene que calar, si los electores recuerdan que la etapa de máximo bienestar personal, material, moral y cultural alcanzados y vividos en Catalunya ha sido con los gobiernos legítimos de Catalunya?; si toda la parafernalia de intoxicación que lucen las fuerzas del 155 es eso, intoxicación, y que ha sido una constante, desacreditándolo todo y a todos a diestro y siniestro; si recuerdan que nadie ha sido despreciado en Catalunya por su origen; si se ha querido crear —y se ha conseguido sin discusión— una comunidad no dividida por la lengua; si la igualdad de oportunidades ha florecido muy por encima de la media española y, probablemente, de la europea; si recuerdan que los que se quejan del fomento del antiespañolismo no son más que unos mentirosos... No hay que hacer nada más que salir a la calle, leer la prensa, escuchar las radios y las teles para darse cuenta de que España, con todos sus defectos y virtudes, está presente en Catalunya por todos lados. Si el 21-D estas mentiras ganan, sin embargo, el bienestar personal, familiar, moral y comunitario de Catalunya se irá al garete.
Esto supondría el fracaso del intento de la construcción plural e inclusiva del nacionalismo catalán. Supondría que lo que se ha hecho para crear una única comunidad nacional ha sido una ilusión, que una parte esencial de nuestros conciudadanos no ven el proyecto nacional catalán como propio. Es más, que lo que creemos un proyecto común y de alcance anchísimo era un castillo de arena en la playa.
Este sería un fracaso del catalanismo político de proporciones históricas, que haría traquetear décadas de lucha, sacrificio y esperanzas. Supondría que no se ha sido capaz de crear una conciencia nacional digna de tal nombre. Esta noche saldremos de dudas. En todo caso, la derrota de la trayectoria llevada hasta ahora comportará pagar un precio muy alto entre todos. Entre todos, porque la derrota sería nacional.