El 19 de julio, el instructor del procés retiró todas las euroórdenes dirigidas contra el president Puigdemont y los consellers Comín y Monte y las conselleres Serret y Ponsatí. Eso supuso abandonar los requerimientos de entrega de estos dignatarios enviados a Alemania y a Escocia. En Bélgica, exactamente, no, dado que no se reavivó después de que el 16 de mayo de este año la rechazara la justicia de Bruselas, por falta de una orden de detención previa en España.
Esta retirada supone que los exiliados pueden moverse libremente por toda la Unión Europea, el resto de Europa y el mundo entero sin que sobre ellos pese ninguna orden de privación o de restricción de libertad o petición de entrega a España.
Concomitante a esta importante noticia hay una no tan buena. En efecto, en la práctica se los condena a una pena de destierro de, como mínimo, 20 años, es decir, el tiempo de la prescripción de este delito. Si, mientras la causa por rebelión esté procesalmente viva, ponen un pie en territorio español, serán encerrados y juzgados.
La paradoja, sin embargo, radica en el hecho de que, aunque la gravedad de los quiméricos delitos imputados es bien patente, el instructor ha decidido no perseguirlos fuera del territorio de su jurisdicción.
La pregunta que toca hacerse se obvia: ¿si tan graves son los delitos imputados, tant como, aunque sin base jurídica ni fáctica, afirman las resoluciones de la justicia española, ¿dónde está la base para renunciar a la persecución en el extranjero y permitir —y soportar— la acción política libre de los procesados? La eventual relevancia jurídica de este comportamiento judicial tendría que ser objeto de un análisis diferente, cosa que dejamos para el futuro, gastos causados incluidos.
Centrados en la cuestión expuesta, la respuesta posible tiene un doble brazo. Por una parte, como veremos enseguida y hemos reiterado desde estas páginas, como otros colegas, las cosas se han hecho mal. Respuesta que nos lleva al segundo brazo de la cuestión: ¿por qué se han hecho mal?
Porque con el material que tiene la justicia española no se podía hacer bien, ni siquiera se podía hacer. Eso, no poca soberbia y alguna torpeza han producido el resultado del rechazo de las peticiones a Bélgica y Alemania de las detenciones y entregas. Vista la marcha de los acontecimientos, se ha dado media vuelta, incluso ante los tribunales de Glasgow, antes de iniciar la vista por la euroorden contra la consellera Ponsatí.
En su auto, el instructor, sin embargo, acusa de desleales y desconocedores de la normativa aplicable a los jueces belgas y alemanes, con lo que rebasa los límites que la cortesía profesional impone al enfado. Cosa todavía más sorprendente en materia de auxilio judicial internacional, en el cual el Tribunal Supremo, por razones de su especialidad jurisdiccional, tiene poca experiencia.
Las razones, por decirlo de algún modo, que esgrime el instructor se asientan en que no se ha tramitado la euroorden como lo impone su norma europea creadora, la Decisión Marco 2002/584/JHA, que traspone, para lo que ahora interesa, para Espanya la Ley 23/2014 y para Alemanya la Ley de auxilio judicial internacional en materia penal de 1982 (debidamente actualizada).
Como es sabido, esta normativa crea un catálogo de 32 delitos (los más comunes). Así, identificado el requisitoriato y los delitos objeto de la euroorden, la entrega entre órganos judiciales, sin intervención política, es prácticamente automática. Más allá de estos 32 delitos, la orden se convierte en un procedimiento de extradición, muy simplificado, pero que, como extradición, queda sometida a los principios de la doble incriminación y de especialidad. Solo los 32 delitos operan como manifestación del principio de reconocimiento mutuo.
Por eso la jurisprudencia que se cita en el auto o dice lo contrario de lo que dicha resolución afirma que dice, como el caso Bob-Dogi, sentencia primordial en la materia, o se refiere a otros temas, como es el caso del auxilio judicial europeo en materia de ejecución de sentencias, no de órdenes de detención.
La diferencia es obvia incluso para los legos en este terreno: una orden de detención se basa en presunción, normalmente al inicio del proceso donde los hechos no son necesariamente inequívocos, sino embrionarios.
En cambio, cuando existe una sentencia firme, las eventuales dudas sobre la certeza de los hechos y su legitimidad, dentro del ámbito europeo, se desvanecen. Así pues, el estado requerido para ejecutar la sentencia, siempre que sea a penas superiores a tres años de prisión y por un lote similar de delitos a los de la euroorden, lo tiene que ejecutar sin entrar en la doble incriminación ni en la especialidad, tal como expresamente impone esta directiva y la ley española recoge. En efecto, así lo dispone el art. 77 de la mencionada Ley 23/2014,
En suma, aparte de la censura tan injustificada como agria a las justicias belga y alemana que el instructor reitera en el auto del jueves pasado, continúa empeñado en leer la normativa vigente (tanto la europea como la española y la jurisprudencia generada y vinculante para España) de forma contraria a como lo hacen los órganos judiciales requeridos de ejecución de sus órdenes y como la mayoría de la doctrina hace.
He dicho varias veces, también en estas páginas, que el derecho, en un Estado democrático, es más que una recopilación de leyes. Si solo fuera eso, dictarían las sentencias las bases de datos de normas. El derecho es un conjunto de normas, interpretadas, dentro del Estado democrático, conforme al sentido del máximo con respecto a los derechos individuales y con lealtad intelectual entre todos los operadores. Obviamente, el disenso no solo es lícito, sino positivo puesto que es creador de nuevas expectativas y soluciones. Lo que no es lícito es decir lo que no es.
Si la desleal cita de fundamentos legales y jurisprudenciales es realizada por un letrado en unas actuaciones, puede ser recriminado por los órganos judiciales en la medida en que pasa por alto la debida buena fe procesal. La misma lealtad es exigible, sin renunciar ni a un gramo, a los titulares de los órganos judiciales en su aplicación del derecho, si aspiran, como está mandado, a ser tenidos, a pesar de sus inevitables errores, por garantes razonables del ordenamiento jurídico.