Imaginen un negocio en qué cada día, al levantar la persiana, sepamos que como mucho solo el 50% de nuestros clientes estarán conformes con nuestros productos. Pero de este 50%, no todos tendrán el producto que deseaban; calculemos a ojo que, de hecho, contentos y satisfechos como para hablar bien de nosotros o volver a la tienda sean el 25%, el 30%, el 35% como mucho, del total de la clientela. Un negocio así es insostenible.
Pues bien, eso es la justicia. De entrada, los que pierden, el 50%, quedarán descontentos; de la otra mitad, que gana, muchos considerarán que lo que se les ha reconocido es insuficiente, tardío o meramente simbólico.
En estas circunstancias, ¿cómo puede sobrevivir la justicia? Solo sobrevive si se legitima por los resultados, es decir, si se puede confiar en ella. Si sus resultados son fruto de la aplicación de la ley democrática, es decir, si la ley es aplicada en correspondencia a los tiempos actuales. Ni más ni menos que lo que dice el Código Civil.
Para afirmar la calidad de algo o de un servicio hay que conocerlos. Las encuestas de percepción de un buen servicio imparcial e independiente de justicia no parecen el mejor apoyo para sostener que, más allá de los escándalos y arbitrariedades, la justicia va bien. Cuando menos, es la percepción ciudadana.
Ahí van unos ejemplos de la confusión judicial en que yacemos desde hace mucho tiempo, demasiado, circunscritos tan solo a esta semana. Han trascendido, incluso a la prensa internacional, cuestiones como las siguientes: la condena por delito electoral a la alcaldesa de Berga; el archivo de unas diligencias por corrupción privada por apropiarse más de 800.000 € en comisiones, cuando el imputado era el pontífice máximo de Caja Madrid / Bankia; el archivo de la causa por posibles delitos de corrupción relacionados con el caso Castor y, finalmente, la libertad provisional en la caso de La Manada.
He excluido las causas que están en el Tribunal Supremo y en el Tribunal Constitucional y que tienen que ver con el procés y con prisiones provisionales que van camino de convertirse en perpetuas. El hecho de que estas sean causas políticas y las mencionadas más arriba no lo sean da el alcance exacto de la crisis de credibilidad del sistema. Sin un aparato judicial creíble, razonablemente aceptado, no cabe sistema que pueda reclamar para sí mismo la condición de Estado social y democrático de derecho, es decir, un Estado en que los derechos y sus garantías son reales y efectivos. No hace falta mencionar ni los juzgados ni las salas emisoras de estas resoluciones ni el nombre de sus titulares, algunos ya bien conocidos por otros asuntos.
Lo lamento por los millares —digo bien— de jueces (y fiscales, abogados y otras personas al servicio de la justicia) que llevan a cabo su trabajo como es debido: razonablemente bien, sobre todo si se tiene en cuenta el maltrato secular que el Estado inflige al sistema judicial. Sin embargo, para que se pueda considerar al sistema democráticamente aceptable, este desempeño, cumplido muchas veces más allá del deber, tiene en la práctica nula eficiencia, porque los escándalos y las arbitrariedades tienen el protagonismo indiscutible.
¿Cómo se puede, por ejemplo, dictar una condena por desobediencia a la Junta Electoral por no descolgar la estelada de la fachada de un ayuntamiento, cuando la estelada no es un símbolo partidista, es decir, no es el símbolo de un partido? ¿Cómo se puede archivar y no proceder contra el espolio en forma de comisiones del presidente de un banco que ha costado miles de millones a los ciudadanos? ¿Cómo se puede archivar el caso Castor, un fraude que superó los 1.300 millones de euros y que, a pesar de una sentencia de nulidad del Tribunal Constitucional (TC), seguimos pagando? Ahora que caigo: ¿no hay un delito de desobediencia a las resoluciones del TC?
Finalmente, ¿cómo se puede dar la libertad provisional a unos abusadores sexuales condenados a nueve años de prisión, cuando cuatro de los cinco condenados tienen además pendiente una causa similar a la que motivó la condena dictada por la Audiencia de Navarra? ¿Cómo se puede sustituir la prisión provisional por unas medidas —ya criticadas con creces— ridículas desde el punto de vista lógico, jurídico y de protección de la víctima?
Todo eso en una semana.