La investidura del nuevo president de la Generalitat está atascada. Fundamentalmente, dos serían las posiciones. Por una parte, el president Puigdemont, con toda la razón, se considera el president legítimo de la Generalitat. Fue desposeído de su cargo a causa de una disposición fruto de una aplicación no prevista en la Constitución del artículo 155. Diría que en Catalunya es communis opinio (¡un poco de latín siempre viene bien!), entre la ciudadanía, politólogos y juristas. Fuera de Catalunya, especialmente en los ámbitos académicos y algunos políticos, también. Es más: casi tres centenares de juristas y diputados lo tenemos recurrido ante los tribunales.
El otro polo de posiciones giraría en torno a que las dificultades de respetar la legitimidad del president Puigdemont son grandes y pueden poner en peligro incluso la misma institución de la Generalitat, tal como la conocemos ahora. Además, exigir ciertos sacrificios personales a determinados cargos públicos por una operación, la de investidura, tal como ilegítimamente la maquinaria del Estado ha impuesto, es pedir demasiado: la inmolación de unos en favor de unos terceros que, de no volver a Catalunya, pocos riesgos tendrían que correr.
En sus máximos, ambas posturas pueden llegar a enfrentarse y romper la peculiar unidad de acción del soberanismo en los últimos tiempos. Este dualismo en permanente competición electoral, cuando no agria tensión, se ha agudizado ahora por la aparición de un tercer elemento: el movimiento pro-Puigdemont. Este movimiento es fruto de una combinación de elementos. Por una parte, unos minoritarios, que provienen del PDeCAT, y una amalgama mayoritaria de partidarios de la legitimidad del president Puigdemont como guía y guarda de las esencias del independentismo. Eso sin contar con los efectos de agitación política de la CUP.
Decir, como muchos sostienen, que esta fragmentación del soberanismo es consecuencia de la falta de un grupo hegemónico en este campo —el pujolismo fue un tiempo hegemónico, pero en clave inequívocamente autonomista—, es, a opinión mía, un diagnóstico correcto, pero que se agota en sí mismo. Cuando menos a corto término, ya que carece de efectos prácticos en la actual situación. Será, en todo caso, la guía de un plan de acción a medio-largo término, pero, hoy por hoy, más melancólico que otra cosa.
Los empates eternos son como el 3 en raya: un juego de guerra para evitarla, pero agotador y, al fin y al cabo, paralizador. Es más, de nuevo, generador de melancolía paralizadora.
Es el cuerpo electoral, titular de la soberanía, quien es el titular de la legitimidad, de la real, de la auténtica
Reproduciendo la dicotomía de los Verdes alemanes, cuando se plantearon la entrada en el gobierno de Gerhard Schröder, se dibuja una dicotomía entre Fundis y Realos. Al final, las dos alas de los Verdes entraron en la coalición verde-roja y no les fue nada mal. O sea, que la luz y, por lo tanto, la acción política institucional es posible.
La solución la tenemos que encontrar fuera de los planteamientos de ambas corrientes soberanistas, igualmente soberanistas, sin una brizna de (tentación de) menosprecio entre ellas.
Queramos o, no las elecciones del 21-D, a las que todos, reitero, todos, concurrieron, tal como algunos desde el principio propusimos, suponen un corte. El 21-D supone un corte, como en todas las elecciones, con la etapa anterior.
¿Por qué? Porque el pueblo, la ciudadanía, ha hablado en las urnas. Sean cuales sean las circunstancias, el pueblo, la ciudadanía, ha hablado. Y es el cuerpo electoral, titular de la soberanía, quien, en consecuencia, es el titular de la legitimidad, de la real, de la auténtica. Los representados son los precaristas, ni siquiera inquilinos, de la legitimidad: son interinos en el más profundo y propio sentido de la palabra.
En un contexto rabiosamente democrático —no se me ocurre ningún otro en los tiempos que corren— no es concebible otra conceptualización de la legitimidad. Si la ciudadanía es soberana, lo es a todos los efectos, no sólo los días de fiesta mayor.
Por lo tanto, hoy en día hablar por parte de los representantes políticos de su legitimidad y blandirla de forma y manera que pueda poner en peligro la del auténtico y permanente titular, reitero, el pueblo, no me parece nada adecuado.
Sin proponer directamente ninguna solución —a los ciudadanos de a pie nos faltan elementos—, sí que se puede proclamar una directriz: lo que las instituciones tienen que llevar a cabo irremisiblemente es satisfacer y garantizar la legitimación popular y no la suya propia, que es meramente instrumental y pasajera. En consecuencia, todo lo que suponga hacer durar en el tiempo —y cada vez que se prolonga, el horizonte final del 155 se aleja más y más— tiene que ser considerado como debilitamiento de la legitimidad popular.
Las indudables injusticias personales sufridas —y que todavía sufriremos— no justifican hurtar a la ciudadanía su plena legitimidad. Hurtarla supone, según lo veo, someterla a un peligro todavía mayor que el actual. Por alguna cosa los políticos se dedican a la cosa pública. Esta tiene que ser la máxima. Por todos los representantes, especialmente por todos aquellos que se encuentran en situaciones, digamos, frágiles.