En el discurso que leyó Lesmes, presidente del CGPJ, el pasado viernes 25 en ocasión de la entrega de despachos a la última promoción de jueces, hay una frase que es gemela a la que pronunció el 7 de septiembre del 2017, en el sentido de que la unidad de España es la base del estado de derecho.
En su último discurso, ni los conceptos de democracia ni de estado de derecho son glosados como correspondería en un discurso judicial, como tampoco lo es la separación de poderes. Los discursos de Lesmes presentan, según mi opinión, alguna laguna esencial que delatan su pensamiento poco compatible con la realidad normativa básica que es la Constitución que tanto dice respetar.
De la referida casi elegía resalta una frase paradigmática del pensamiento españolista: primero España y después el resto. Esta forma de pensar, es decir, la existencia de una España —o una Catalunya o una Francia o una Alemania, por ejemplo— previa a todo, por encima de todo y sin tener en cuenta la ciudadanía, es propia de un nacionalismo casposo y ahistórico.
En el discurso de Lesmes, lo único que es importante, esencial, es España y su unidad. En escasas ocho páginas sale mencionada ocho veces; democracia o estado de derecho, una.
Y es lógico, en su discurso, que así sea. Que sea lógico no quiere decir que sea ni legítimo ni un patrón a inspirar la conducta ni de los jueces actuales ni de los futuros.
Lesmes recuerda literalmente: “La presencia de Su Majestad el Rey, del Jefe del Estado, en la ceremonia de entrega de despachos a los nuevos jueces responde al especial vínculo constitucional de la Corona con el Poder Judicial, vinculación que forma parte de nuestra tradición histórica desde la Constitución de Cádiz de 1812”. El historicismo es acrítico y lo permite todo. Así, con este pasaje, entendido literalmente, cuesta imaginar a Fernando VII entregando despachos judiciales, porque, entre otras cosas, no había Escuela Judicial. Ni ninguna de las reinas regentes, ni ninguno de los espadones ni otros reyes que lo siguieron.
Pero en un momento tierno, como la entrega de los despachos, llega a ser comprensible cierta lírica que pretende presentar España como la Arcadia de una democracia casi eterna, tan eterna como la propia España.
Sin embargo, licencias poeticojurídicas aparte, el punto central de su discurso radica en el siguiente párrafo: "La Constitución Española de 1978 [... ], al instituir y regular el Poder Judicial emplea una fórmula de hondo significado simbólico y constitucional: la Justicia emana del pueblo y se administra en nombre del Rey. Esta breve frase expresa la legitimidad del Poder Judicial, que emana, como todos los poderes del Estado, del pueblo español en el que reside la soberanía nacional, y expresa también que la administración de la Justicia se hace en nombre de quien simboliza la unidad y permanencia del Estado, conjugándose así, armónicamente, en la fórmula constitucional, las ideas de soberanía y unidad de nuestra nación.”
Dejando de lado que los jueces ya existían antes de la Constitución, como muchas otras instituciones, el rey mismo, por ejemplo, llama la atención el hecho de que se vincula la legitimidad del Poder Judicial en el hecho de que los jueces administran justicia en nombre del rey. Anula directamente la separación de poderes.
Los discursos de Lesmes presentan alguna laguna esencial que delatan su pensamiento poco compatible con la realidad normativa básica que es la Constitución que tanto dice respetar
En una monarquía parlamentaria, lo tradicional es que muchas acciones públicas, como el nombramiento del presidente del Gobierno, sea un nombramiento regio, aunque el monarca no lo ha designado ni ha tenido nada que ver con su nombramiento, pues es ajeno al procedimiento de su elección. Como el del president de la Generalitat, sin ir más lejos. Es una cuestión meramente protocolaria, tributo a una tradición monárquica que ni pone ni quita nada. Es un mero formulismo. Hay sentencias que no vienen encabezadas por la fórmula de ser dictadas en nombre del rey y no pierden ni una pizca de legitimidad; es más, esta ausencia no las hace impugnables. O sea que el vínculo no pasa de un discutible uso que no añade nada al acto en sí.
Lo que define España lo dice su propia Constitución en el primer párrafo del primer artículo: "España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político". Es decir, España se constituye en una democracia.
Que se haya alcanzado este hito es otra cuestión que ahora no viene al caso. O sí. Una forma que no llegue a ser tenida por muchos por una democracia consolidada, a pesar de disfrutar de una constitución que supera con creces el escrutinio de la democracia, reside precisamente en enmascarar el gen radicalmente democrático del artículo uno de la Constitución y vincular un poder del Estado, como es el judicial, a la figura del rey, que es un símbolo del Estado, sometido igualmente a la Constitución y en ningún momento y bajo ninguna circunstancia superior o prevalente a ella. El rey lo es porque lo dice la Constitución, no, como antiguamente, en virtud de un poder divino.
Una gran lección democrática, la última que los futuros jueces tendrían que haber recibido a su paso por la Escuela Judicial habría sido recordar el artículo 117.1 de la Constitución, que sí que es primordial en un estado democrático de derecho y que no se mencionó, sino que se hundió con parafernalia patriotera: "1. La justicia emana del pueblo y es administrada en nombre del rey por los jueces y por los magistrados que integran el poder judicial, independientes, inamovibles, responsables y sometidos únicamente al imperio de la ley".
La justicia emana del pueblo y se administra por jueces independientes, inamovibles, responsables y sólo sometidos al imperio de la ley. Ni más ni menos. Pero de eso ni rastro. Eso, sí: ¡Viva el Rey!