Esta semana ha tenido lugar en una universidad, la de Barcelona en concreto, la reventada de un acto organizado por un grupo que, reclamando toda la democracia del mundo para ellos, tiene la descalificación grosera, falsa u ofensiva como instrumento primigenio de lucha política.
En efecto, sin ver muy bien, la verdad, la relación entre la Universidad, la presentación de una jornada sobre una obra universal como es el Quijote y Societat Civil Catalana (SCC), grupúsculo igualmente intolerante, este obtuvo la, seguramente querida, autoclausura del acto, proclamando la queja de la falta de respeto por la libertad de expresión. Avanzo y reitero que forzar el cierre de un acto legal me parece un hecho, desde el punto de vista de la ética pública, intolerable. Políticamente, además, supone dar bases al contrario, que, como seguramente lo esperaba, no parece lo más inteligente.
Si la Universitat de Barcelona permite que una organización eminentemente política organice un acto aparentemente científico-cultural en los locales de la propia universidad, espero que sea esta igual de generosa con los actos que su personal quiera organizar.
El acto de SCC en la universidad me recuerda a aquel cliente que, dicen, un día entró a un ya hace tiempo extinto establecimiento para fumadores del paseo de Gràcia y pidió queso. El dependiente, asustado, le objetó que el local era una tienda de venta de artículos para fumadores. La respuesta del cliente: "¿Pero los fumadores no comen queso?". Como regla general, si SCC quiere organizar actos científicos, culturales, festivos o de cualquier tipo, lo puede hacer en sus propios locales o en los de los partidos, miembros de los cuales coorganizan con ella actos políticos públicos y, con orgullo, se retratan con sus dirigentes. Que recuerde, otras entidades no científicas en sentido amplio no montan actos universitarios en la universidad
Cuanto menos prima la represión de la libertad de expresión, más democracia real hay
Dicho esto: es intolerable reventar un acto legal, de una asociación legal, en un lugar legalmente cedido. Es intolerable. Además, es una pifia monumental, que da munición al oponente, en una partida que, como en los concursos hípicos, gana quien menos errores comete.
La libertad de expresión se mueve en un terreno de la coordenada voltairiana y la abscisa leninista. A Voltaire se le atribuye la frase de "no estoy de acuerdo con usted, pero daría mi vida para que se pudiera siguiendo expresando como lo hace". De Lenin se dice: "No puede haber libertad para los enemigos de la libertad". Seguramente son citas apócrifas. Da igual.
La frase de Voltaire —por cierto, ¿cuántas calles, avenidas o plazas hay aquí dedicadas a él?— supone una máxima al máximo de la ética pública: la libertad de expresión, sin límites y por encima de todo. Un desiderátum. La frase atribuida a Lenin es una sentencia que comporta todo un programa político, con un grave problema de aplicación —que la práctica ha obviado—: quién determina que un sujeto o grupo es enemigo de la libertad y cómo se le pone el bozal del silencio y con qué duración. Voltaire es la máxima expresión del liberalismo ilustrado y racional y Lenin es de la eficiencia del estado al servicio de un ideal.
Delimitado por los ejes voltairiano y leninista tenemos el terreno sobre el cual se construye la democracia moderna. Cuanto menos prima la represión de la libertad de expresión, más democracia real hay. En cambio, al revés, menos democrático y más autoritario será el sistema.
El respeto en democracia es el respeto hacia la palabra del contrario, del opuesto, de quien piensa radicalmente en nuestra contra
Voltaire estaba preocupado por los ciudadanos y la sociedad; Lenin por el proyecto de un estado al servicio de la clase obrera secularmente oprimida y explotada. Ambos legítimos propósitos, al ser deformados por seguidores espurios, nos han provisto de grotescas caricaturas de libertad de expresión y de protección del estado. Hemos llegado a situaciones de tiranía corrupta de medios de comunicación y de regímenes liberticidas. Incluso, con muestras por parte de los poderes públicos, también los que no lo son, de defensa a ultranza del estado, es decir, de la casta dominante en contra de los ciudadanos, volviendo a relegarlos a la condición de súbditos.
La base primordial, ciertamente, no la única, de un estado democrático es una sociedad democrática, no a la inversa (a la inversa es pura semántica). Para que una sociedad sea realmente democrática los ciudadanos tienen que saber convivir, tolerar y no agredir a los que se apartan del pensamiento, ideología o simplemente criterios de cualquier tipo que defienden. El respeto en democracia, en el seno de una sociedad democrática, no es con los amigos —con los amigos se va de copas—. El respeto en democracia, en el seno de una sociedad democrática, es el respeto hacia la palabra del contrario, del opuesto, de quien piensa radicalmente en contra nuestra, de quien incluso nos arrancaría nuestra libertad si pudiera. Sin embargo, tranquilos, en una sociedad sana eso no pasa nunca. Sana, nunca.
No es sana, sin embargo, una sociedad en la cual dirigentes institucionales, incluso sentados en sus gobiernos y parlamentos, pugnen por salir en las fotos triunfales de gentes que, a pesar del respeto que reclaman, no hacen ningún mérito para merecerlo. Así es la imperfecta vida en imperfecta democracia.