El auto del Tribunal Supremo (TS), del 28 pasado, por el que se desestima proseguir la causa contra el diputado Pablo Casado en el caso de su máster invisible, es una antología de cómo funciona y se tolera que funcione la administración, de que la ley no es igual para todos y de que lo público importa un cero a la izquierda. Todo un colofón de lo que tiene que ser un Estado moderno y democrático, tal como impone el artículo 103. 1. de la Constitución: "La administración pública sirve con objetividad los intereses generales y actúa de acuerdo con los principios de eficacia, jerarquía, descentralización, desconcentración y coordinación, con sometimiento pleno a la ley y al derecho".
Empecemos por el final del auto. Haber regalado un máster a un diputado, hecho que constituiría un delito de soborno impropio, penado en el artículo 422 del Código Penal, está prescrito y no se entra en ello. Sin embargo, es, a pesar de todo, sumamente relevante. La prescripción, una garantía irrenunciable de la seguridad jurídica, no borra el ilícito, lo deja intacto: solo señala que, en razón del transcurso del tiempo, ya no se puede perseguir. Pero el mal, el daño, el delito, está.
Esta conclusión es de primer orden. Resulta que jurídicamente y también políticamente el TS no descarta un trato de favor, del que parece que disfrutó el ahora presidente del PP. La resolución afirma que eso no reviste carácter penal, aunque pueda tener significación en otros órdenes, especialmente políticos.
Leída correctamente esta pieza judicial, es más que patente, brillando como la luz del sol en pleno verano, que el recomendado, el enchufado de toda la vida, puede deambular por las dependencias de las administraciones a su antojo, obtener ventajas en abundancia, y que eso no tiene relevancia penal. Esta es la base de la corrupción y de que un funcionario o una autoridad pública (un diputado lo es) que reciba prebendas sea lo más normal del mundo.
Es decir, como el hecho no es penal, el diputado Casado se matricula a un máster universitario, no asiste nunca a clase, le convalidan el 80% del programa, no se examina, presenta un trabajo de fin de máster invisible (invisible, porque no lo ha visto nadie, ni los profesores que lo tenían que calificar) y obtiene un título oficial de máster. ¿Todo eso es algo que recibe todo el mundo? Parece como si las secretarías de los másteres —quizás incluso de otros diplomas, en algunas universidades— sean solo oficinas expendedoras de títulos, previo pago de las tasas, sin que sea necesario acreditar los conocimientos y las habilidades que solo pueden surgir del esfuerzo y la disciplina del estudio.
O sea, podemos proseguir, el diputado Casado, doblemente titulado en Derecho y Administración de Empresas, cree que por matricularse a un máster le dan el diploma sin hacer nada. ¿A título de qué?, hay que preguntarse. ¿Es este regalo pura iniciativa de la universidad, sin consentimiento del regalado? Es un insulto total a la inteligencia hacernos creer que los diplomas, que cuestan personal y familiarmente un esfuerzo y un montón de duros a algunos, caen del cielo para otros, y que estos privilegiados, inocentemente, se los encuentran en el buzón de su casa. Por la misma regla de tres pueden encontrarse un Jaguar en el garaje.
En fin, que ni hablar de colaboración en la prevaricación entre los alumnos y la dirección del máster. Sin prevaricación no puede continuar el proceso. La prevaricación es lo que el TS niega con circunloquios que más bien hablan a favor de su existencia, cuando menos indiciaria. Ahora bien, como el delito de prevaricación no ha prescrito, dejándolo fuera (¿también para el resto de encausados?), no hay ningún tipo de responsabilidad penal por parte del diputado.
El tercer punto es el desprestigio de lo público. Lo público no vale nada de nada: se puede estropear y abusar de ello a voluntad, sin límite. Cuando menos, por parte de los privilegiados, de los que reciben trato de favor. Estamos ante una abrumadora lección de lo que es la igualdad ahora mismo en el Estado constitucional de la igualdad: pura filfa.
¿Sería idéntica la conclusión del TS si el diploma otorgado hubiera sido el de un neurocirujano? Aunque no se puede descartar nada, parece que no. Lo cual nos lleva a un terreno terrible: la universidad vale para bien poco; migajas, como mucho. Va de estudios de nada, pura calderilla libresca.
El bofetón que esta resolución supone para el sistema universitario es que, al fin y al cabo, un diploma no vale ni el papel en que está escrito. En el sistema universitario español —y muy especialmente en el catalán, que lo lidera de manera incontestable—, mayoritariamente público y acreditado, hay de todo, es cierto. Sin embargo, hay gente excelente y de primera, empezando por los estudiantes, los profesores y los investigadores y acabando por los miembros del PAS, gente de quien afuera se burlan. En el caso del diputado Casado parece que no fue así. Para miles de alumnos, sin embargo, sus diplomas valen el oro de su sudor y el del dinero que han pagado.
El auto del TS retrata con exquisita fidelidad, una vez más, a la casta y la costra que ni trabaja ni se esfuerza ni rinde cuentas. Recibir tratos de favor no es ni trabajar ni esforzarse ni rendir cuentas. Bien al contrario, es su antítesis.
Esta mentalidad profundamente arraigada pesa más, mucho más, que las filiaciones o afinidades partidistas de los que tienen que juzgar aspectos fruto de la corrupción. Es una ideología predemocrática de la sociedad, del Estado y de la responsabilidad de los servidores públicos. Muy, pero que muy predemocrática.
En conclusión: lo de siempre, señoría.