Ha empezado a extenderse el miedo. Siempre pasa cuando existe la posibilidad de negociaciones por el medio. Cuando más empinado y difícil de vender sea el hecho de negociar un hipotético resultado que, por muy favorable que se vislumbre, siempre parecerá lejos de las posiciones máximas de los bandos respectivos.
El miedo no radica tanto en el fracaso, que, como el éxito, son caras indiscernibles de la misma moneda, sino en el qué dirán. En el qué dirán los nuestros, los que se alinearon detrás de los negociadores de cada bando. La palabra que más oirán los negociadores de cada lado de la mesa será traidor. Y eso da miedo, mucho miedo. El miedo es natural. Pero el miedo hay que superarlo.
Esta palabra, traidor, será la palabra de orden para atacar sin medida a los que se sientan a negociar por parte de aquellos que no han tenido nunca valor de correr este riesgo. Será la palabra de orden de quien, cayendo en los mismos vicios necios del contrario, no aspira nunca a convencer sino a vencer. Será la palabra de orden que lanzarán hasta romperse la garganta los que no ven más que al contrario sometido a maximalismos quiméricamente utópicos, en auténticas horcas caudinas sin razón ni piedad.
Poco más se puede esperar de quien, por una parte, ve su España como un todo atemporal, fuera de la realidad, en un mundo soñado de unos valoras tradicionales, nada modernos y actuales, que quiere imponer, si procede, a hierro y fuego. Poco más se puede esperar de quien, espoleado por un legítimo deseo de libertad, no entiende que su empresa afecta sentimentalmente justo en el corazón del contrario.
La negociación es el camino y la ciudadanía, toda, su destinataria. El 10-N, a pesar de todo o, mejor dicho, gracias a la ciudadanía, ofrece esta oportunidad
Pero, de entre los dos bandos, salen siempre, siempre acaban saliendo, grupos de gente más razonable que sentimental, que dejan sus respetables sentimientos para las celebraciones y fuera de la negociación. También es cierto que los impulsos ancestrales pueden aflorar entre los que no se sientan en la mesa de negociaciones.
Ahora bien, mientras no vayan más allá de desbarrar contra los suyos, mientras no vayan más allá de manifestar una oposición frontal y mientras quien negocie sepa, simultáneamente, haciendo pedagogía, tener a la ciudadanía de su parte, la negociación será pesada, empinada, larga, pero al final será coronada por una confluencia razonable y sólida.
Aparte de saber mostrar respeto por quien se sienta al otro lado de la mesa, aunque sea redonda, hay que mostrar distensión. Por una parte, ejerciendo la autoridad legal de la que dispone el gobierno de Madrid, resituando el ministerio fiscal al margen del conflicto, y empezar a pensar en las múltiples posibilidades de dar, garantizar o, si se quiere, no interferir en la libertad los presos. Por la otra, reconocer que todavía no hay mayoría para la independencia, pero sí una abrumadora para un autogobierno efectivo, que supere la comedia de la autonomía, que no es, hoy por hoy, más que una descentralización permanente tutelada.
Cambiar las fichas acostumbra a ser un buen comienzo que tiene un primer éxito: las dos partes ―solo hay dos― sentadas entorno a una mesa. La negociación es el camino y la ciudadanía, toda, su destinataria. El 10-N, a pesar de todo o, mejor dicho, gracias a la ciudadanía, ofrece esta oportunidad
Recordando siempre que ni la España ni la Catalunya soñadas existen. Es decir, la hora presente no es país para agitados.