La participación de todos los partidos en las elecciones del 21-D las hacen plausibles a pesar de su claro origen ilegítimo, pues fueron convocadas por quien no tiene ninguna capacidad constitucional para hacerlo, se mire como se mire el famoso artículo 155 (por cierto, querido lector, sin hacer trampa: ¿sabe lo que dice el 155 de verdad?).
Como siempre, las cosas son lo que son y no el nombre que llevan. Basta de decir decrecimiento negativo para decir empobrecimiento, por ejemplo. Basta de decir recuperación para decir aumento de la pobreza y de la imposibilidad de recuperación de amplias capas de la sociedad, como el 20%. Semántica y realidad obra de los padres y amigos del 155: autoritarismo, egoísmo y menosprecio del disenso como medio ambiente político.
Dicho esto, dicen que se han convocado elecciones autonómicas. Falso. De nombre sí, en realidad no. A la demanda mayoritaria de los catalanes de decidir por sí mismos —no hay ninguna minoría, ni de lejos más numerosa, ni de lejos—, el régimen ha convocado —ilegítimamente— un plebiscito.
No son unas elecciones normales unas elecciones con presos políticos y exiliados, presos y exiliados por la causa que ha movido al Gobierno a convocar ilegítimamente estas elecciones.
Este necesario autoexamen de conciencia hace falta hacerlo, pero ahora no es el momento
A parte de que todo apunta que la convocatoria electoral es un mandato de la UE, combinado con la imposibilidad de administrar temporal sin un uso brutal de la fuerza en Catalunya vía el 155, el Gobierno aspira a doblegar la voluntad mayoritaria de los catalanes, independentistas y no independentistas, y crear un frente constitucionalista mayoritario o, cuando menos, impeditivo de mayorías soberanistas en el Parlament.
Dejando de lado que dichos constitucionalistas de eso no pueden presumir y que quizás entre los soberanistas hay muchos constitucionalistas, personas que creen que la Constitución del 78 permite el derecho a decidir y el referéndum pactado, todo eso aparte, los que tildaban de ilusos a los independentistas, creen ahora que blandiendo ilegalmente una norma constitucional, encarcelando legítimos representados políticos y sociales ablandarán la ciudadanía de este país. ¿Los ilusos, decían, eran los de aquí? ¿Seguro?
Ciertamente, se han cometido —hemos cometido— errores de percepción, en el análisis y en la respuesta. Seguro que se han cometido, muchos y bastante graves. Sin embargo, a estas alturas, no hay espacio para una autocrítica; ahora menos que nunca.
Los que exigen esta flagelación en público muy poco tienen de demócratas: no quieren sólo vencer, quieren humillar y desmoralizar. Es el único camino, aplazada la violencia física, que conocen para ganar a los que ellos ven como enemigo, no como adversario político.
Este necesario autoexamen de conciencia hace falta hacerlo, pero ahora no es el momento. Habrá que hacerlo imperativamente, pero no ahora. La jerarquización de objetivos en política es algo esencial.
Si la ciudadanía no es espoleada por sus líderes y no contribuye a las urnas el 21-D, masivamente y con el firme propósito de ganar y de ganar con toda claridad, el tiempo de las lágrimas será eterno
Ahora lo que toca, y toca sí o sí, es recuperar nuestras instituciones y, consecuentemente recuperar el prestigio de la seriedad política hacia fuera, es decir, hacia fuera de las fronteras españolas. Es una desazón presenciar el espectáculo de un Parlament disuelto, inoperativo: también en épocas electorales, la Diputació Permanent puede controlar el Govern. Ahora lo tiene prohibido. Abrumador.
Llena a la ciudadanía de indignación inexpresable el hecho de que destituido —también sin base legal— el Govern, una parte de sus miembros, encabezada por el vicepresident Junqueras, esté en prisión por gravísimos delitos imaginarios, y otra parte esté en el exilio, con el president Puigdemont al frente, tenga que estar en Bruselas bajo la espada de Damocles de una entrega a la justicia española que en buena ley no se tendría que llevar nunca en la práctica.
En estas condiciones, aunque el solo hecho de contribuir a las elecciones y ganarlas no sea garantía de volver a la normalidad, hace falta lanzarse a votar y recuperar así el control de las instituciones catalanas. Si fuera, no sólo por mayoría de escaños —un hito que parece razonablemente abarcable—, sino por mayoría de votos populares, el plebiscito rajoyano no habría servido de nada a los cientocincuentacincoistas, indudable mayoría en el Estado español.
O sea, que ya habrá tiempo de hacer autocrítica, censurar a quien lo haya hecho mal y azotarnos personalmente. Tiempo habría. Pero si la ciudadanía no es espoleada por sus líderes y no contribuye a las urnas el 21-D, masivamente y con el firme propósito de ganar y de ganar con toda claridad, el tiempo de las lágrimas será eterno.
Con este panorama, me parece que lo que hace falta hacer y hacer con entusiasmo es bastante evidente.