Como seguramente no podía ser de otra manera conociendo a los actores de esta intriga palatina en la que se quiere convertir a las escuchas, todas, del CNI, desde el mismo momento en que el propio Gobierno, el 2 de mayo, se presentó como víctima de observaciones ilegales y externos. En el debate de ayer, el presidente Sánchez no dio ningún dato que iluminase la oscuridad del espionaje denunciado por Citizen Lab, que consideró poco fiable en su primera intervención. Proclamó que el CNI estaba y está triplemente, y por lo tanto, suficientemente, controlado; es decir, políticamente, económicamente y judicialmente. Nada, pues, al margen de la ley. Por eso, de reformar el CNI, más allá de la promesa de reformas legales periféricas —esenciales, pero periféricas—, nada. Esta es la primera carencia en la comparecencia de Sánchez: nada dicho sobre las líneas maestras de una reforma radical de los servicios de inteligencia españoles. Reforma que tiene que empezar por dos vías simultáneas. Es decir, desmilitarizarlos y hacerlos depender exclusivamente de la autoridad civil, sin que el ministerio de Defensa sea la cartera de la que cuelguen orgánicamente. Y, por otra parte, dividir los servicios de inteligencia en dos: seguridad exterior y seguridad interior. Aún estableciendo canales de comunicación entre ambos departamentos, estos tendrían que ser dos servicios radicalmente separados en organización, personal, financiación y destino de sus informaciones.

Así, una rama velaría por la seguridad contra amenazas provenientes del exterior y la otra contra amenazas provenientes del interior. Ninguna de estas ramas —ni ninguna otra— podría llevar a cabo observaciones y mucho menos intrusiones en los derechos de ciudadanos españoles que vivan dentro del marco legal. Por lo tanto, ni espiar partidos políticos, ni sindicatos legales, por ejemplo, ni vulnerar el derecho de defensa, espiando a los abogados de los espiados o espiables. Si se prepara la comisión de delitos, es competencia exclusiva de las fuerzas policiales que, obedeciendo las órdenes del juez de instrucción competente, desarrollan su trabajo. Dicho esto, veamos cuáles han sido sus principales manifestaciones. La primera —y ya adelantada por los medios antes de la comparecencia— ha sido la de rehacer la ley de secretos oficiales de 1968. Anunciar esto y no presentar el proyecto es un nuevo brindis al sol, apto solo para la parroquia propia que se nutre con la fe del carbonero.

Los cambios legislativos en lo que respecta al CNI, que no sean su desaparición y reestructuración conforme a los modernos servicios de inteligencia, resulta, como he dicho, hacer lo mismo ante el mismo problema con el mismo personal, con lo cual nada puede cambiar de manera relevante. Organismos internacionales independientes y la misma jurisprudencia europea —de la española no hay ni una línea, lo que no deja de ser curioso— ofrecen bastante material para dar a las reformas ignotas que se plantean el calado requerido en una verdadera democracia avanzada y no solo de nombre. Vender etiquetas sin contenido es propio de tiendas de todo a cien.

El misterio continúa. Continúa por voluntad del Gobierno, que puede desclasificar todas estas informaciones. Las consecuencias políticas, sin embargo, podrían ser desastrosas y acabar con más de una carrera administrativa y política. Y, quizás, poner el régimen al borde del abismo. Podría ser. Pero son preguntas legítimas que en una democracia deben plantearse y responderse sin ambages.

Como cuestiones de fondo, estas dos ausencias pesan como dos losas lapidarias sobre el no contenido del discurso parlamentario de ayer. Sobre la más notoria, las escuchas concretas objeto de la comparecencia parlamentaria, el silencio y la oscuridad han sido todavía más alarmantes.

Se trata de la directiva de inteligencia y su operatividad. Sánchez, como no podía ser de otra manera, reconoció que emitió una directiva de inteligencia con un contenido que podía revelar, pero no lo hizo. Se puede inferir de sus palabras, junto con las de la ministra de Defensa al Congreso el 28 de abril pasado, que había que investigar a los independentistas. El motivo: hechos tales como el asalto al aeropuerto —¡no constan los daños!—, sabotajes —inespecíficos— y quema de contenedores(!)... ¿Por eso había que espiar a Pere Aragonès o a Gonzalo Boye? Y las fechas: ¿2019, 2020, 2021? ¿Coincidentes con hechos por los que nunca, ni de lejos, han sido imputados judicialmente? ¿O lo que se quería era saber qué pensaban de la mesa de diálogo, de las investiduras, o averiguar las estrategias de la defensa?

Démosle a Sánchez, sin embargo, el beneficio de la duda. Sus directivas de inteligencia eran lo bastante genéricas para poder observar y, dado el caso, practicar intrusiones en los derechos fundamentales: solo domicilio y comunicaciones, de acuerdo con la ley (por cierto, al entrar en los smartphones, ¿no se ha captado más que las comunicaciones? ¿Nada de los contactos, agendas, documentos...?). El operativo es cosa del CNI sin que el Gobierno le dé instrucciones precisas al respecto. Admitámoslo a título de hipótesis.

Así salta la segunda cuestión, que en sí misma no es secreta y de la que nadie habló ayer en el Congreso, mucho menos el presidente del Gobierno. La pregunta a plantear era: ¿qué hacían la ministra de Defensa, Robles, y el presidente del Gobierno, Sánchez, cuando, al despachar con los directivos del CNI, estos les presentaban los resultados de sus investigaciones? ¿Qué decían cuándo veían que se había espiado a (adversarios) políticos, abogados, periodistas, miembros de la sociedad civil...? ¿Qué decían? ¿Recibían encantados los informes y adecuaban sus quehaceres políticos a las nuevas informaciones? O, tanto o más inquietante que eso: ¿el CNI no informó nunca ni a Robles ni a Sánchez, sus superiores, del resultado de estas intrusivas investigaciones?

El misterio continúa. Continúa por voluntad del Gobierno, que puede desclasificar todas estas informaciones. Las consecuencias políticas, sin embargo, podrían ser desastrosas y acabar con más de una carrera administrativa y política. Y, quizás, poner el régimen al borde del acantilado. Podría ser. Pero son preguntas legítimas que en una democracia deben plantearse y responderse sin ambages.

¿O será que las democracias avanzadas lo son solo en mantener los secretos de las vulneraciones de los pilares más elementales del sistema?