El jueves 17 de agosto nos golpeó a todos por partida doble. Un inmenso dolor nos invadió: dieciséis personas gratuita y cruelmente asesinadas, más de cien heridos, algunos todavía críticos, ocho terroristas muertos, ya fueran abatidos por los Mossos d'Esquadra, o fueran víctimas de su delictiva perfidia. Un panorama dantesco.
Ante eso, dos reacciones. La de la ciudadanía y la de los aparatos de poder. Cada una de estas también se puede desdoblar en dos. La ciudadanía respondió con la serenidad propia de los miembros de sociedades maduras, fuertes ante las adversidades y generosos en la comprensión de los diferentes, pero iguales. Se echa de menos, sin embargo, una respuesta masiva de la ciudadanía española, firme y expresada en la calle, como la tuvo Catalunya después del 11-M con el pueblo de Madrid. Diferencias de talante, seguramente.
La dicotomía más relevante es observable en los aparatos de poder, formales e informales. En Catalunya el Govern y, como instrumento adecuado, los Mossos d'Esquadra y las Guardias Urbanas, especialmente de Barcelona y Cambrils, no sólo actuaron con diligencia, acierto y firmeza, sino que han obtenido reconocimiento mundial.
Se echa de menos una respuesta masiva de la ciudadanía española, firme y expresada en la calle
El mayor de los Mossos, el intendente Josep Lluís Trapero, personifica el acierto de la gestión policíaca y de comunicación de las horas dramáticas que sucedieron al inicial sanguinario ataque que acabó, en un primer acto, en el mironiano Pla de l'os, en la Rambla. No sólo la tarea policíaca fue excelente, cosa ampliamente reconocida fuera de España, sino que la tarea de comunicación de @mossos —la ventana en Twitter de la Policía de Catalunya— fue tan brillante como eficaz, proviniendo del equipo liderado por la periodista Pilar Platja. Dentro de la desgracia personal y colectiva, sociedad, instituciones públicas y privadas y medios de comunicación en Catalunya funcionaron, sin más obstáculos que los propios de la trágica situación, con eficacia, cabeza fría y plena transparencia.
Sorprende, por el contrario, como reaccionaron las instituciones del régimen. Por una parte, aunque estamos en el siglo XXI, el presidente Rajoy tardó más de 7 horas en llegar desde Galicia a Barcelona y lo primero que hizo fue reunirse con las fuerzas de seguridad estatales y no con las que llevaban las investigaciones, por orden judicial, autoridad que sí que tomó en mano desde el minuto uno el control jurisdiccional de la situación.
Del jefe del Estado no tuvimos ninguna noticia, hasta por la mañana del 18, a pesar de estar teóricamente a 25 minutos de avión desde Mallorca. El ministro de Asuntos Exteriores, a pesar de la gran cantidad de embajadores extranjeros en Barcelona, tardó tres días largos en acudir a la capital catalana, cosa que dio más protagonismo al Govern de la Generalitat. Recordemos que las autoridades disponen de medios adecuados para sus desplazamientos oficiales sin necesidad de hacer colas ni ser sometidas a los peculiares controles que sufrimos el resto de ciudadanos.
Se avanzaron de la mano de los principales medios de comunicación de Madrid una serie de mentiras, infamias y más mentiras que intentaron socavar el trabajo bien hecho en Barcelona y el creciente reconocimiento internacional
A pesar de este retraso institucional, en una campaña que destaca por su virulencia y coordinación de los actores entre sí y con aparatos del Estado, se avanzaron de la mano de los principales medios de comunicación con sede en Madrid una serie de mentiras, infamias y más mentiras que a los pocos instantes se demostraron tan falsas como un duro sevillano, pero que intentaron socavar el trabajo bien hecho en Barcelona y el creciente reconocimiento internacional.
Veamos algunas. Se hace difundir por parte de la agencia EFE unas falsas declaraciones del president Puigdemont sobre su persistencia en el proceso soberanista. Nada de eso, como quedó claramente demostrado también en las planas de El Nacional, se manifestó. Se le quería presentar como un miserable, sacando petróleo de la tragedia humana. Otra: una insólita acción sindical, coordinada entre sindicatos de la Policía Nacional y de la Guardia Civil, quiso desacreditar la acción de los Mossos d'Esquadra, institución que prácticamente no es mencionada ni por los políticos ni por los medios del régimen, en contraste, una vez más de lo hecho por las instituciones internacionales.
Las quejas de dichos sindicatos o se referían a hechos inexistentes —la famosa oferta de los Tedax de la Guardia Civil, cuando los Mossos tienen su propio servicio— o falsedades como la falta de información por parte de los Mossos en los mencionados cuerpos de policías estatales. La realidad, como se manifestó de inmediato, fue que, quienes eran excluidos de la información vital, a pesar de ser Calalunya el principal foco del peligro yihadista, resultaron ser los Mossos. Una retahíla más de hechos insólitos y atentatorios contra la seguridad de la ciudadanía catalana, española y europea tuvieron lugar y han sido bastante difundidos. Ahora no es necesario recordarlo.
Que el impulso independentista no se apaciguara con el asesino atentado sigue la máxima siempre predicada después de una hecatombe como la del 17-A: los terroristas no nos tienen que cambiar
Todo eso, sin embargo, ha sido enmarcado dentro de un contexto de miseria de los independentistas, ahora ya, según el régimen, claramente minoritarios y secuestradores de la mayoría sensata del país. Que el impulso independentista no se apaciguara con el asesino atentado, impulso que marca la agenda política de Catalunya y España, que no sufriera un frenazo, cuando no su eliminación —consecuencia necesaria a ojos de los altavoces del régimen—, sigue la máxima siempre predicada después de una hecatombe como la del 17-A: los terroristas no nos tienen que cambiar. Y más cuando el acto de terror nada que ver tiene, sino al contrario, con el proceso político que se vive en nuestras regiones.
Lo que podía haber apaciguado el impulso independentista, aunque incapaz de ofrecer ningún tipo de solución política durante más de 5 años, era no utilizar un grosero recurso retórico: unidad ante el terrorismo, que no quiere decir unidad política de pensamiento y menos con quien combate una profunda corriente democrática en Catalunya con, para decirlo suavemente, malas artes de Estado. El resultado de esta falacia algunos la percibieron —seguramente sin analizar las causas— en la manifestación del sábado, que el Rey se preocupó por encabezar, cuestión merecedora de otra pieza.
En resumen, como pasa en las situaciones críticas, unos reaccionaron correctamente, anteponiendo los intereses generales a los particulares o partidistas; otros no fueron capaces de estar a la altura que la situación exigía. Que cada ciudadano saque las consecuencias pertinentes, como, por ejemplo, a la hora de votar.