La apelación a la unidad del mundo independentista se ha convertido en un mantra. Todo el mundo quiere la unidad. Por eso hay más partidos, grupos, listas, movimientos... nuevos, que se añaden a los preexistentes, algunos de corta vida todavía, que, al grito de unidad, quieren que todo el mundo se cobije bajo unas siglas. Las suyas, claro está. Eso sin contar con las guerrillas internas que pasan, sobre todo, por tildar el gobierno actual de Torra de autonomista, de haber traicionado el 1-O; por lo tanto, se le niega el pan y la sal hasta que proclame la República. Las eternas retóricas que esconden la realidad.
Por otra parte, no está claro que la dirigencia independentista sea plenamente consciente de la confusión en la que vive la mayoría social a la que se debe. Captando ―con sociología aproximada de barra de bar― lo que dicen los auditorios a los que amablemente soy invitado, se podría hablar de cierta orfandad política. Incluso los que siempre ―desde siempre, llegan a decir― han militado en los partidos clásicos, antes llamados nacionalistas, se encuentran desorientados.
Sin embargo el independentismo no afloja, continúa fuerte. No verlo así, tanto por propios como ajenos, sería un error catedralicio. La cuestión reside en determinar cómo es posible que con la división casi patológica de los líderes y de los que quieren ser líderes el independentismo no desfallece.
Según mi opinión, el independentismo es un sentimiento real, no una mera quimera, ningún suflé. El independentismo, al mismo tiempo, está entendiendo que la independencia y república no son sinónimos, o cuando menos, no simultáneos ni inmediatos. También entiende que querer con todas las fuerzas del corazón la independencia, no quiere decir que mañana tendremos una república reluciente. El independentismo sabe, ahora más que nunca, que la independencia será un camino largo, tortuoso, lleno de sobresaltos y de víctimas. Una muestra bien patente la tenemos en el hecho de que el juicio por los hechos que giran en torno al 1-O no ha sofocado la llama del soberanismo. El escarmiento que desde el Estado se quiere dar en las personas de los procesados no tendrá efectos reductivos, todo lo contrario.
A pesar de las malas circunstancias que nos rodean, con una presión mediática y política entre obsesiva e infantil sobre la Generalitat, el resto de instituciones catalanas, la propia ciudadanía, el permanente castigo presupuestario (los castigados son todos los catalanes, pues no hay catalanes buenos), la deriva autoritaria, la decapitación funcional de los líderes (funcional porque, hoy por hoy, no osan hacerlo físicamente)... todo eso y mucho más, no echa para atrás el ideario independentista.
Independencia sí, pero para hacer qué
Aparte de un indudable coraje político y moral, la ciudadanía está unida, mucho más que sus líderes, por una amalgama, hoy por hoy, infalible: perder el dominio de las instituciones, supondría la pérdida durante décadas de las instituciones, raquíticas si se quiere, pero nuestras al fin y al cabo. Esta unión ciudadana hace frente a una perplejidad paralizante.
Estamos ante una lucha eterna entre estrategias diferenciadas y contrapuestas. No entro ahora a calificar sus respectivas bondades ni sus respectivos defectos. Hay que recordar, por una parte, que tenemos a los que tienen prisa, que en gran parte creen que ya se ha alcanzado la cima de la República. Por la otra, tenemos a los que creen que la cosa va para largo y, mientras se llega a la cima, hay que gobernar con los instrumentos de los que se dispone. ¿Hasta cuándo la buena gente resistirá? La esperanza de un mundo mejor ―esto es el motor esencial― es la proteína más potente. ¿Bastará?
Esta guerra de las estrategias esconde otra, latente, y sobre la cual se guarda silencio de forma poco comprensible. En efecto, la independencia no es un constructo vacío. Es aquí donde las corrientes independentistas, calladamente, se bifurcan de nuevo al incorporar el llamado eje social al eje del nuevo estado. Porque, claro está, independencia sí, pero para hacer qué. La dicotomía derecha/izquierda divide y mucho.
Se manifiesta así la madre del cordero: independencia sí; ¿y después? La distinción derecha/izquierda no desaparece tan fácilmente, es más, no desaparece ni lo tiene que hacer. Cada sistema tiene su propio contexto histórico. Pero el eje social está presente en todos, dado que al día siguiente de la independencia hay que gobernar y gobernar es aplicar un programa. Esta doble visión ha dificultado hasta ahora una unión previa y sólida, favorecedora de la emancipación nacional. Todo como consecuencia de la ausencia de un partido hegemónico.
La cuestión es, pues, y no parece nada fácil, aunar el esfuerzo republicano con la certeza de una confrontación política por el modelo de estado o social inmediatamente posterior. Ahora bien, en política, como en general todo en la vida, es jerarquizar objetivos. ¿Quién y cómo jerarquiza?