Como estaba previsto, Nissan se va y cierra las factorías de Barcelona (Zona Franca), Montcada i Reixac y Sant Andreu de la Barca, y rápidamente los políticos se tiran los trastos a la cabeza acusando al adversario para sacar tajada del drama que supone la pérdida de 3.000 puestos de trabajo directos y 20.000 indirectos. Lo peor de la política es el carroñerismo, es decir, la táctica, ahora tan recurrente, que consiste en capitalizar como mérito propio la desgracia de los otros. Ha pasado con los muertos de la Covid y ahora pasará con el cataclismo económico. Los sicarios políticos y sobre todo periodísticos del "a por ellos" se han apresurado a relacionar la marcha de Nissan con el proceso soberanista. Como siempre, sin ningún argumento que lo avale. En pleno procés, Catalunya ha seguido liderando en España la inversión extranjera.
Nissan se va de aquí por una decisión estratégica tomada hace tiempo. Se había anunciado una reestructuración global de la corporación que, en cifras, quería decir pasar de fabricar 7,2 millones de vehículos a 5,4 millones. Y con esta idea empezó a reducir progresivamente la producción de la fábrica catalana por debajo del 20% de su capacidad. Después, la alianza Nissan-Renault-Mitsubishi ha supuesto además un reparto planetario del negocio. Los franceses se han reservado el ámbito europeo y se sienten lógicamente más cómodos con sus factorías de toda la vida en Valladolid, Palencia y Sevilla.
De nada han servido los esfuerzos de la consellera de Empresa, Àngels Chacón, que ha hecho incluso más de lo que podía. Después de que la Generalitat ha subvencionado a los japoneses con 25 millones de euros, ahora les han llegado a ofrecer 100 millones más si no se iban. Es una política inequívocamente industrialista y discutible, cuando menos con la teniente de alcalde barcelonesa Janet Sanz, que pidió aprovechar la interrupción del Covid para "evitar la reactivación" de la industria del automóvil. Si el cierre de Barcelona cuesta a Nissan mil millones y le regalan cien, deben haber hecho números que ni así les salen las cuentas. Es evidente que para facilitar la inversión extranjera se tiene que ser muy generoso y simpático para que vengan, pero muy disuasivo para que el coste de marcharse sea impagable, que es de lo que ahora se habla más seriamente. La nacionalización insinuada por Pablo Iglesias no es una opción, como ha reconocido Javier Pacheco, secretario general de CC.OO., formado como sindicalista precisamente en Nissan.
Ni las dictaduras ni los ejércitos españoles han podido acabar con Catalunya, que seguirá existiendo como sujeto de referencia en la medida en que lo sea en el ámbito intelectual, científico, técnico, económico y cultural. La cuestión es no caer en la irrelevancia, porque la irrelevancia es la muerte
El fondo de la cuestión es que la industria automovilística, que es la principal exportación de Catalunya, sufre una crisis estructural que se suma a la crisis general. Y las alternativas son muy inciertas. Hasta antes de la pandemia no se compraban muchos coches porque todo el mundo estaba pendiente del coche eléctrico, que todavía es demasiado caro y no ha resuelto suficientemente bien la manera de recargar y asegurar autonomía. Después de la pandemia habrá menos gente con bastante liquidez dispuesta a cambiar de coche. Y hay que tener sobre todo en cuenta los cambios de mentalidad. Circular en coche, por ejemplo en Barcelona o en Nueva York, se ha convertido en un suplicio que además resulta carísimo: seguro, impuestos, aparcamiento, multas, reparaciones... Los millennials están optando por el carsharing o el coche multiusuario, que sólo lo utilizas cuando lo necesitas. Las tecnológicas Google y Apple ya están a punto de incorporar el coche sin conductor. Ahora parece poco fiable, pero si comparamos un teléfono de hace diez años con el que tenemos ahora, podemos prever que en cinco o diez años los coches y los desplazamientos serán otra cosa.
A pesar de eso, paradójicamente, los gobiernos europeos se están saltando todas las normativas inyectando dinero público para salvar "su industria nacional", sea Renault, Air France, Lufthansa o Alitalia. Intentan asegurar la continuidad del pasado en vez de asumir los retos del futuro. Es una marcha atrás preocupante desde cierto punto de vista, pero también una oportunidad para los países más pequeños y más ágiles, que no tienen que resucitar cadáveres y pueden elaborar estrategias ganadoras.
Hace unos días saludaba la iniciativa del llamado Grup de Poblet, que ha reunido gente diversa para pensar cómo tiene que ser "el país de mañana". Tal como van las cosas, Catalunya necesita, más que nada y más que nunca, un ejército no de militares sino de pensadores. De sabios que reflexionen sobre el país y sobre el mundo de mañana y que con autoridad moral suficiente fijen prioridades y estrategias ganadoras como hicieron los noucentistas determinando la modernización y el desarrollo económico y científico del país.
A menudo la política distrae de las cuestiones esenciales, y lo cierto es que si Catalunya sigue existiendo es a pesar de la política. Ni las dictaduras ni los ejércitos españoles han podido acabar con Catalunya. Es obvio, sin embargo, que el país ha resistido no por su fortaleza política o militar. Ha sido gracias a su software más que por su hardware. Catalunya seguirá existiendo como sujeto de referencia en la medida en que lo sea en el ámbito intelectual, científico, técnico, económico y cultural. La cuestión es no caer en la irrelevancia, porque para un país como Catalunya, la irrelevancia es la muerte.