“La libertad de pensar como se quiera y hablar como se crea oportuno son medios indispensables para el descubrimiento y la difusión de la verdad política". Hace 90 años, el juez Louis Brandeis, del Tribunal Supremo de Estados Unidos, escribía esto en su voto concurrente en la sentencia del caso Whitney vs. California. Aunque el tribunal acabó condenando a la sufragista Anita Whitney por practicar “sindicalismo criminal”, lo que ha quedado para la historia es la mayor defensa de la libertad de expresión escrita por un juez que influyó de manera tan determinante que el alto tribunal acabó asumiendo sus criterios y estableció la preponderancia de la primera enmienda.
Anita Whitney, hija de casa bien que se graduó en el Wellesley College —la misma escuela donde estudiaría décadas después Hillary Clinton— era una activista sufragista, comunista y pacifista, siempre contraria a la violencia, pero fue condenada por haber hecho “uso de expresiones contrarias al bienestar público, que tienden a incitar al delito, alterar la paz pública o poner en peligro los fundamentos del gobierno organizado y amenazan con su derribo”. Finalmente el gobernador de California, Friend William Richardson, no tuvo más remedio que indultarla considerando que, de acuerdo con los argumentos del juez Bradeis, era “impensable” tener aquella mujer encerrada en una celda. Whitney siguió ejerciendo su activismo hasta que se postuló para senadora enfrentándose a las cruzadas anticomunistas de Ronald Reagan y Joseph McCarthy.
Vale la pena recordar todo eso aquí y ahora cuando nos encontramos en un dilema que una sociedad tan imperfecta como la de Estados Unidos superó a mediados del siglo pasado. Me perdonarán la autorreferencia, pero hace cuatro años, cuando me destinaron a Washington, no me podía imaginar que al volver me encontraría un país dominado por el miedo como nunca lo había visto, ni al final de la dictadura, cuando la ilusión por el futuro se hizo tan contagiosa que todos perdimos el miedo de nuestros padres.
Ahora, en cambio, España tiene miedo de Catalunya y Catalunya tiene miedo de España. Y el Rey tiene miedo de la República y los republicanos del Rey. Y con tanta corrupción como arrastra, el Gobierno español tiene miedo de los que se atreven a enfrentarse a él, pero todavía resulta más alarmante el miedo de la oposición, supuestamente de izquierdas, rendida en su impotencia.
España tiene miedo de Catalunya y Catalunya tiene miedo de España. Y el Rey tiene miedo de la República y los republicanos del Rey
Hay un miedo justificado que tenemos todos —funcionarios, abogados, periodistas, maestros, profesores, comediantes, activistas, tuiteros e incluso clientes de barra de bar— de los jueces que actúan arbitrariamente utilizando las leyes como navajas, pero también hay jueces que tienen miedo de no seguir la corriente no sea que los inhabiliten como a Garzón o Silva. Incluso los juristas parlamentarios redactan dictámenes inspirados en la angustia que les genera el miedo a perder el estatus y el sueldo que cobran y que se niegan a dar a conocer. Y me afecta especialmente el miedo de los periodistas, con directores convertidos en sicarios de la vicepresidenta.
La situación de un país donde todo el mundo tiene miedo no puede durar mucho. Recordaba el juez Brandeis que “el orden no se puede asegurar sólo con el miedo al castigo; es peligroso desanimar el pensamiento, la esperanza y la imaginación, porque el miedo genera represión, la represión genera odio y el odio amenaza al gobierno estable”.
Para combatir el pesimismo nada como un poema de Joan Brossa que encontraréis en la magnífica exposición del Macba. Titulado “Saltamontes" tiene forma de adivinanza: "Muñeco que lleva peso en la base y que, desviado de su posición vertical, se vuelve a poner en pie. El Pueblo".