La misma semana que casi 400 diarios de los Estados Unidos protagonizaban una rebelión contra el presidente Trump en forma de editoriales en defensa de la prensa libre y crítica con el poder, la prensa convencional española publicaba editoriales y artículos de opinión en defensa de la presencia del Rey en Barcelona para homenajear a las víctimas de los atentados del 17 de agosto. Pero no se conformaba solo con eso. También atacaba preventivamente cualquier iniciativa de protesta contra el monarca. Desde este punto de vista, la diferencia entre una prensa y la otra es la que va de la denuncia a la renuncia, de la rebelión a la sumisión.
Paradójicamente, los mismos medios que se deshacían en elogios desmesurados al monarca y a la monarquía, se han hecho amplio eco de la iniciativa impulsada en los EEUU por The Boston Globe y farisaicamente la han ovacionado en sus comentarios editoriales sin darse por aludidos cuando el rotativo señalaba lo siguiente: "La prensa tiene que servir a los gobernados, no a los gobernadores, escribió en 1971 el Juez del Tribunal Supremo Hugo Black. Ojalá fuera todavía así. Hoy en día, los únicos medios que el movimiento de Trump acepta como legítimos son aquellos que, indudablemente, defienden personalmente a su líder". Suena francamente próximo.
El pluralismo consiste en la libre circulación de versiones de la realidad siempre subjetivas, siempre parciales, pero siempre diversas
El pluralismo consiste en la libre circulación de versiones de la realidad siempre subjetivas, siempre parciales, pero siempre diversas. Si no hay pluralidad, no hay libertad. Por eso asusta esta sospechosa unanimidad de los medios convencionales a españoles en defensa del poder establecido. El mismo editorial del Globe recuerda que "la prensa es necesaria para una sociedad libre porque no confía implícitamente en los líderes" y remacha el clavo con una frase de Thomas Jefferson: "Nuestra libertad depende de la libertad de la prensa, y no se puede limitar sin perderla".
La involución de la libertad de prensa en España —de la cual ya se hizo eco The New York Times provocando, por cierto, represalias contra sus testigos como Miguel Ángel Aguilar—, forma parte de la involución democrática general que sufre el país, inherente a la crisis del régimen político. La defensa encarnizada y acrítica del Rey y de la monarquía que hacen los medios convencionales denota precisamente la debilidad de una institución que se ve necesitada de apoyos incondicionales.
En el mundo del periodismo, quién esté libre de pecado que tire la primera piedra, pero cuesta entender de un tiempo a esta parte la colaboración con la causa de columnistas de larga tradición democrática, algunos de los cuales se han permitido estos días incluso utilizar a las víctimas de los atentados como argumento, podríamos decir que como escudos humanos, para desautorizar cualquier protesta contra el monarca. Como dice The Boston Globe, los periodistas no son los enemigos del pueblo, pero tampoco les corresponde ser los mejores amigos del Rey. Al fin y al cabo, quien utilizó los actos del 17-A fueron unos cuantos hooligans que con sus gritos trasladaron la impresión de que Felipe VI en Barcelona tiene pocos partidarios y son de extrema derecha.
Los periodistas no son los enemigos del pueblo, pero tampoco les corresponde ser los mejores amigos del Rey
No es una obligación periodística criticar al Rey en cualquier circunstancia, ni defender la República, pero sí corresponde a una prensa que se llama libre encontrar respuestas allí donde el poder las esconde. Y precisamente los atentados de Barcelona y Cambrils esconden enormes incógnitas que un año después todavía no se han aclarado.
De Nueva York a Madrid; de Londres a Paris y Niza, los atentados de la yihad han sido objeto de investigación policial y parlamentaria independiente, todos excepto los ataques perpetrados en Catalunya. Parece que no interese saber cómo fue que un confidente de los servicios secretos españoles y de la Guardia Civil como era Abdelbaki Es Satty, el llamado imán de Ripoll, liderara la organización de un macroatentado que, si no llega a ser porque le estallan por accidente las bombonas de butano en Alcanar, la tragedia habría alcanzado proporciones bíblicas.
En el currículum de Abdelbaki Es Satty figuraban los delitos por tráfico de drogas y constaba que había establecido amistad con Rachid Aglif, condenado a 18 años por su participación en los atentados del 11-M en Madrid. Aún así, un juez, a petición de la fiscalía, suspendió la orden de expulsión y el imán de Ripoll continuó su actividad sin que nadie lo vigilara, especialmente en el mes de agosto, cuando los agentes del CNI estaban muy ocupados buscando 6.000 urnas en Catalunya. (Que, por cierto, tampoco encontraron ni una). Nadie se ha atrevido a pedir responsabilidades políticas a ningún ministro ni a los jefes de la Seguridad del Estado. Tampoco al general Félix Sanz Roldán, director del CNI. Al contrario, el nuevo Gobierno de Pedro Sánchez lo ha ratificado en el cargo. Uf!