Uber, Lyft, Cabify... son iniciativas de servicio que mejoran las condiciones de vida de los ciudadanos. Todas las ciudades importantes y no tan importantes del mundo tienen Uber y, si Barcelona se queda sin, será una ciudad menos importante, porque dará menos servicios a sus ciudadanos. Tampoco hay que preocuparse demasiado, porque la excepción no durará. La realidad caerá por su propio peso. La tecnología impone dinámicas que son irreversibles. Y el problema no son los taxistas, sino el miedo que les tienen los responsables políticos, que son los tienen que tomar las decisiones y no se atreven con los monopolios.
Obsérvese como el gobierno español, tan celoso de sus competencias, se ha quitado el problema de encima y le ha pasado el marrón a las comunidades autónomas y a los municipios. Es una competencia que sólo suministra dolor de cabeza, sólo trae problemas y ningún beneficio económico ni político al gobernante. Y probablemente todo el conflicto se plantearía de diferente manera si no tuviéramos gobiernos tan débiles ―en Madrid y aquí todos cuelgan de un hilo― y si las elecciones municipales no estuvieran tan cerca. Al fin y al cabo, todo acabará en los tribunales. Desde que el Tribunal Supremo de Estados Unidos estableció que alquilar un vehículo con conductor por teléfono es un negocio diferente que pedir un taxi levantando la mano en la calle cuando pasan con la luz verde, el monopolio de los coches amarillos quedó condenado a compartir las calles, que nunca más serán siempre suyas.
Cualquiera puede entender que la competencia debe ser en igualdad de condiciones. Las exigencias a los conductores deben ser las mismas
La actitud virulenta de los taxistas se puede comprender pero nunca compartir, porque es como si los funcionarios de Correos atacaran las sedes de las empresas que ofrecen servicios de correo electrónico. O más gráfico todavía. Tampoco tendría sentido que los compañeros periodistas de los diarios de papel, por ejemplo La Vanguardia o El País atacaran las sedes de El Nacional o Eldiario.es porque les están arrebatando la audiencia… y algo más. Con toda la resignación del mundo, los periodistas y las empresas han tenido que reconvertirse y declaro que nos está costando no diré sangre, pero sí sudor y lágrimas.
La modernidad no se puede frenar. Ahora bien, tampoco hay que aprovechar la reconversión tecnológica para abusar de unos y otros trabajadores, ni para favorecer determinadas empresas por espabiladas que sean. Ni los periodistas digitales deben cobrar menos que los del papel, ni los taxistas tienen que soportar más obligaciones que los conductores del Uber. La ley debe ser igual para todos y, a continuación, que cada uno espabile.
Lo que no tiene ningún sentido es obligar a los usuarios del Uber a pedir el servicio con antelación, ni que sean pocos minutos. Es una tontería que va en contra de cualquier lógica de funcionamiento del servicio y del negocio y que como se ha visto tampoco sirve para satisfacer a los taxistas. Cualquiera puede entender que la competencia debe ser en igualdad de condiciones. Las exigencias a los conductores deben ser las mismas. La condición y el estado de los vehículos deben cumplir los mismos estándares (sobre todo que no huelan a chorizo). Los seguros de los vehículos y de los pasajeros, también. Y por supuesto, todos los impuestos que genere el Uber o el Cabify deben revertir en la ciudad o en la comunidad donde presta el servicio. Nada de llevarse los beneficios a Irlanda o a Luxemburgo, donde seguro que el gran europeísta Jean-Claude Juncker, siempre tan insolidario, les tiene preparado un traje a medida.